Que nos ha tocado vivir una época mala, está claro. Que hay que lidiar con moruchos y marrajos de poca o nula casta y menos nobleza, es evidente. Pero lo que no deja de chocar es cómo y porqué hemos consentido que haya llegado a gobernar -o, mejor, mangonear- cierta clase de individuos -e individuas- que no tiene formación, preparación ni educación.
Cuando no hay dignidad
Que nos ha tocado vivir una época mala, está claro. Que hay que lidiar con moruchos y marrajos de poca o nula casta y menos nobleza, es evidente. Pero lo que no deja de chocar es cómo y porqué hemos consentido que haya llegado a gobernar -o, mejor, mangonear- cierta clase de individuos -e individuas- que no tiene formación, preparación ni educación.
Habría que recordar que al hablar de gobernar se hace referencia a la acción del manejo de autoridad sobre un espacio específico, que puede ir desde un país hasta un hogar, en el que la persona encargada de hacerlo será la responsable de gestionar las acciones de aquellos a los que gobierna y manejar los bienes comunes, que estarán al servicio del pueblo. O sea, de todos. Algo que ahora mismo no está sucediendo en España.
El experto en política -politólogo, que dicen ahora- M. G. Smith señala que un gobernante debe tender puentes de diálogo y de gestión para poder gobernar un país, siendo fundamental que la persona que esté gobernando un país tenga una alta capacidad de diálogo, de escucha, de honestidad y sobre todo de retribución a la ciudadanía, lo que se verá reflejado en las obras que esta persona realice.
Pues por estos lares, lo que se lleva es lo contrario, romper aquellos puentes y tratar de dividir, acabando y prohibiendo todo aquello que a ellos -sin pensar en los demás, y mucho menos en sus gobernados- ni les gusta ni les viene bien a sus planes.
¿Qué obsesión tiene contra los toros la nueva izquierda radical, presente en no pocas zonas de nuestro país? ¿Por qué esa manía de buscar su abolición a toda costa? ¿No habría que atender a otros asuntos mucho más urgentes y decisivos para intentar salir, de una vez por todas, de una crisis que avanza en círculos pero que no desaparece? ¿Nadie les advierte de que están haciendo el ridículo y demostrando no sólo odio y fobia enfermizos? ¿No se dan cuenta de que se está poniendo de manifiesto, un día sí y otro también, una ignorancia que les debería inhabilitar para cualquier cargo público? Dejando fuera de esta queja el latrocinio y la mangancia -males parece que endémicos e inherentes a quien nos manda, sean del bando que sean-, no es de recibo que una alcaldesa prohíba el himno nacional. Ni que la presidente de un parlamento autonómico anime a los ciudadanos a desobedecer las leyes, ni que un concejal pretenda suprimir, por sus santas narices, una manifestación cultural legalmente autorizada…
¿No se les cae la cara de vergüenza a los que clamaban y se rasgaban sus vestiduras por relacionar a Miguel Hernández con los toros? ¿No es para echar de cualquier cargo a quien pretendía confundir a la gente diciendo que Goya era antitaurino? ¿No es para desconfiar de quienes buscan sentimientos contrarios al espectáculo taurino en Picasso, nada menos? Y tampoco salen bien parados quienes pudiendo frenar estas tropelías y disparates hacen, de manera magistral, el Don Tancredo y miran para otro lado, buscando que la cosa no les salpique lo más mínimo y poder seguir disfrutado del chollo caiga quien caiga y pasando por encima de lo que sea ¿Dónde está la dignidad? o, peor, ¿la conocen?.
Ahora nos toca a nosotros, al sujeto paciente -qué apropiada analogía: borregos-, a los gobernados: ¿Cómo hemos dejado que esto suceda? Puede que, al final, sea cierto que entre el gobierno que hace el mal y el pueblo que lo consiente, haya cierta solidaridad vergonzosa. Víctor Hugo sabía de qué hablaba. No en vano escribió Los miserables.
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