“Cada toro es una bomba de mano”, dijo Luis Francisco Esplá, y esta le explotó de lleno al pobre Fandiño, que entra así en el catálogo de leyendas del toreo.
El toreo se hace más grande
No hacía ni un año de la tragedia de Víctor Barrio cuando el toreo se ha visto sacudido de nuevo por la desgracia. De golpe y porrazo nos ha dicho adiós el infortunado Iván Fandiño, el más destacado de los toreros vascos de los últimos tiempos y que el pasado sábado resultó muerto en la plaza francesa de Air Sur L’Adour, al ser corneado por un toro de Baltasar Ibán que le destrozó varios órganos vitales, haciendo inútil la intervención de los facultativos que le atendieron, primero en la enfermería de la propia plaza y, posteriormente, en un hospital de la vecina ciudad de Mont de Marsan.
Pero, al mismo tiempo, se demuestra, una vez más, que la tauromaquia es algo más que un mero espectáculo. Aquí se muere de verdad. Y se exhiben una serie de valores que bien haríamos en pregonar y difundir. Lucha, esfuerzo, espíritu de sacrificio y superación, fe, esperanza en tu propia capacidad, afán de triunfo, modestia, compañerismo… y, claro, también la realidad de la muerte, siempre presente en nuestra vida y tantas veces olvidada, como si no fuese lo único cierto y real que habrá de llegar. Y en esa certeza reside la grandeza del toreo. Quien se pone ante un toro expone, a sabiendas, su propia existencia, que es lo único que tiene. Tremendo y magnífico y por tantos tan poco valorado…
Nacido en Orduña en septiembre de 1980, en el seno de una familia sin antecedentes taurinos, el futuro de Fandiño estaba en un frontón, como pelotari, pero el pequeño Iván tenía otros planes muy distintos y, a pesar de su físico -era un niño gordito y en principio poco dotado para el toreo-, se empeñó en ser torero y lo acabó consiguiendo. Aunque para ello tuvo que recorrer un camino empinadísimo y nada fácil. En las capeas de los pueblos de Cuenca y Guadalajara forjó su espíritu y aprendió la dureza del toreo y, a finales del pasado siglo, recaló en la Escuela de Tauromaquia de Valencia, dirigida entonces por el que fuese matador Francisco Barrios “El Turia”.
De la mano de su amigo Néstor García, y lejos de truses y las grandes empresas taurinas, siguió con su empeño hasta que, el 25 de agosto de 2005, en Vista Alegre, se convirtió, por fin, en matador de toros, al cederle El Juli, en presencia de Salvador Vega, la muerte del astado “Afrodisíaco”, castaño, marcado con el número 64, de 517 kilos de peso y de la ganadería de “El Ventorrillo”.
Supo de mieles -triunfó en las principales plazas y ferias y estuvo en la élite del toreo- y de hieles -varias fueron las cornadas graves que sufrió a lo largo de su carrera y no pocos disgustos los que se llevó por no amarrar una faena, no estar a la altura en determinadas ocasiones o no ser tratado como su esfuerzo podría hacer esperar-, hasta que el destino le puso enfrente a un toro -”Provechito” por mal nombre- cuya lidia no le correspondía. Fue al hacer un quite cuando trastabilló y el astado hizo por él, propinándole una cornada que acabó con su vida.
“Cada toro es una bomba de mano”, dijo Luis Francisco Esplá, y esta le explotó de lleno al pobre Fandiño, que entra así en el catálogo de leyendas del toreo.
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