Hemos escuchado tantas veces que el torero se juega la vida que la afirmación ha perdido su magnitud. Nada más duro, sorprendente e heroico que poner en peligro la propia existencia. Sin embargo, la sociedad en general no parece conferirle al toreo el verdadero valor que tiene despojarse del instinto de supervivencia para crear belleza, para emocionar a un espectador que exige compromiso, riesgo, abandono y hasta desprecio por la vida. Debe ser así, seguro, de otra manera la tauromaquia no tendría esencia y perdería todo su sentido.
La verdadera magnitud de jugarse la vida
Carlos Bueno
Ante la muerte de Iván Fandiño nada podrá consolar a su familia y amigos. ¿Por qué? No hay respuesta. Podía haber sido cualquiera y podrá seguir siendo cualquiera. Sólo cabe pensar que él, como aquellos que antes perecieron en las astas de un toro y aquellos que le sucedan, ha puesto en valor el toreo, magnificando el verdadero significado de jugarse la vida y demostrando que, en el toreo, la línea entre la vida y la muerte es tan fina que permanecer a este lado de ella parece cosa de milagro.
Hemos escuchado tantas veces que el torero se juega la vida que la afirmación ha perdido su magnitud. Nada más duro, sorprendente e heroico que poner en peligro la propia existencia. Sin embargo, la sociedad en general no parece conferirle al toreo el verdadero valor que tiene despojarse del instinto de supervivencia para crear belleza, para emocionar a un espectador que exige compromiso, riesgo, abandono y hasta desprecio por la vida. Debe ser así, seguro, de otra manera la tauromaquia no tendría esencia y perdería todo su sentido.
Pero eso no debe minimizar la excelencia que supone vencer con la inteligencia al poder de un animal de más de media tonelada con dos pitones por delante. Sólo hay que pararse a pensar un momento para entender que la lógica impondría que sucedieran percances graves prácticamente en cada festejo. Se demanda tanta proximidad entre toro y torero, se confía tanto en que las reacciones del astado sean nobles, que parece un milagro que no se produzcan más cogidas.
Es verdad que los ganaderos han depurado el comportamiento de sus animales hasta límites insospechados y que los coletudos poseen ahora una técnica exquisita. Quizá esa perfección alcanzada en el toreo haya restado percepción de peligro, pero bastaría que bajase al ruedo cualquier mortal para comprender que seguir vivo después de lidiar un toro es algo inaudito. Y el destino, de tanto en tanto, nos lo recuerda.
Lamentablemente a veces falla la inteligencia humana, la ciencia taurómaca, para que todos volvamos a poner los pies en el suelo, para que entendamos lo extraordinario que es hacer el toreo y poder contarlo después. Aparece la parca y la figura del torero vuelve a adquirir el halo épico que nunca debe perder. La muerte jamás es bien recibida, pero por desgracia es necesaria para dignificar la tauromaquia, para que el toreo siga siendo verdad por encima de todo, para que la afirmación de que el torero se juega la vida nunca se convierta en un tópico.
El año pasado perecieron en los ruedos Víctor Barrio, el mejicano El Pana y el novillero peruano Renatto Motta, y ahora, hace sólo unos días, Iván Fandiño se ha unido a ellos para corroborar que la fatalidad puede entrometerse en cualquier momento, que no hay plazos ni periodos para que se presente, que en tauromaquia todo ocurre de verdad, sin trucos ni artificios, que no hay efectos especiales por muy manida que esté la expresión.
Nada podrá consolar a la familia ni a los amigos de Fandiño. ¿Por qué él? No hay respuesta. Podía haber sido cualquiera y podrá seguir siendo cualquiera. Ni existe explicación ni la habrá cada vez que alguien caiga. Sólo cabe pensar que todos fueron héroes y de alguna manera inmortales, y que aquellos que les sucedan seguirán poniendo en valor el toreo, magnificando el verdadero significado de jugarse la vida y demostrando que, en el toreo, la línea entre la vida y la muerte es tan fina que permanecer a este lado de ella más parece cosa de milagro que de ciencia. Gloria a Iván Fandiño.
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