Antonio Ferrera / Fotografía de Andrew Moore
La lidia del cuarto por Ferrera ha sido una de las de mayor significado en la feria. Los pinchazos y los avisos no tapan su grandeza. La corrida de Adolfo Martín mansa y malgeniada no salió a entretener sino a exigir la tauromaquia debida. La plaza casi llena reconoció al final la entrega de la terna.
Torero
Jorge Arturo Díaz Reyes
El toreo no se hizo únicamente para templar, ligar y adornarse con los dóciles. El toro de lidia, por fortuna, tiene muchas otras versiones, y todas deben ser toreadas. Quienes entienden y pagan la corrida como un espectáculo de divertimento, como un pasatiempo, tienen todo el derecho a proclamar su decepción “absoluta”. Ni más faltaba.
Para los otros, los que la viven, la disfrutan y la sufren como un rito de honor, la tarde seguramente no se perdió. Muchas intensas vivencias desde el mismo primer lance, cuando “Comadrón”, lanzado, le abrió la taleguilla por el vientre a Ferrera, que igual le hubiese podido sacar los intestinos, y este, sin mirarse, contestó con lances mandones parándolo en los medios con arrogante media, hasta la estocada honda con queManuel Escribano después de tesonera brega cerró la problemática tarde, pasaron muchas cosas.
Los quites clásicos con el matador de turno (no el peón) sacando al toro del peto, realizados no solo con eficacia sino con estética. El plausible tercio de banderillas alternando los pitones, y cerrado con ese par por los estrechos adentros que arrancó gritos. La serena corrección técnica de Juan Bautista con dos toros distintos, el noblote segundo y el acompasado pero débil quinto. Pero sobre todo esa emocionante torería, reminiscente del toreo romántico decimonónico, que Antonio Ferrera regaló en sus dos faenas.
La primera de veintiún naturales, y en particular la segunda. La de “Chaparrito”, un poderoso manso que había tumbado a Prieto, esperado y medido a los banderilleros, y salía suelto de toda suerte, ganando con honores el título de ilidiable, y también, por su peligro, de renunciable para cualquiera.
Pero no hubo tal. Frente a él un torero en toda la extensión de la palabra, no renunció. Muletazo tras muletazo, fue obligando, imponiendo y construyendo su dominio. Hasta esa increíble serie última de cinco naturales y el forzado tan forzado en medio de la estruendosa ovación que parecía decir –Esto es el toreo, para eso existe— y que sonó casi a la par con el primer aviso pues la victoria exigió tiempo.
Cuatro veces en hueso, una estocada caída y el segundo golpe de cruceta cuando ya se insinuaba el infame tercer clarinazo, impidieron premiar, pero no reconocer la añeja y brillante torería de Antonio. Cárdenos, en tipo y muy serios los adolfos con sus complicaciones propiciaron este drama medio amargo, no apto para gozones.
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