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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

sábado, 13 de mayo de 2017

Segunda de Feria. Toros de Plaza de Abastos, con orejilla de Villa, que es pedanía / por José Ramón Márquez


 
San Eugenio


Entre los setenta y ocho pañuelos, la exasperante lentitud del equipo de los benhures, la cantidad de cosas que colocan por delante del toro para obstaculizar que las mulas benhures lleguen a donde está el hondero y el desprecio olímpico que el Presidente, señor don Gonzalo de Villa Parro siente por la Plaza de Las Ventas, le dan a Morenito otra innecesaria y devaluada oreja, que a saber de qué le valdrá, visto lo visto.


Segunda de Feria. Toros de Plaza de Abastos, con orejilla de Villa, que es pedanía


Hoy, según lo que dicen los de la Empresa, dejaron de venir a Las Ventas diez mil personas. No es extraño, la verdad, porque el cartel de tarde de domingo de julio que habían programado no era precisamente de los que están pensados para reventar la taquilla. Acaso fuese cosa de Donsimón lo de pensar que, tras las emociones del día anterior, lo suyo era programar una corrida smoothie, sin sobresaltos y fácil de digerir, no vaya a ser que las gentes se acostumbren a lo bueno y se pongan a demandar toros cada día así porque sí. De las mil posibilidades de ganado deleznable que hay en el llamado campo bravo (sic) los atentos veedores de Plaza1, acaso acompañados del dron de Simón, o Dronsimón, se fueron a fijar en esa ganadería llamada El Ventorrillo, buque insignia ganadero de la mítica compañía Edificaciones Tifán S.L., esa sociedad limitada constituida hace 46 años, 3 meses y 18 días a cuyo frente se halla el industrial don Fidel San Román, del cual hay que decir desde este mismo momento que no guarda relación de parentesco alguno conocido con el torero Román, de los anunciados esta tarde, y es pertinente hacerlo porque ahora que Julián de San Blas está poniendo de moda lo de llevarse los toros de su propia ganadería bajo el brazo a las Plazas donde torea, no vaya a haber por ahí algún desaprensivo que quiera ver una connivencia familiar entre don Fidel y Román.

Lo que don Fidel trajo a Las Ventas podría haberlo llevado por el mismo precio de transporte y gasóleo directamente al matadero, y así habríamos ganado el no tener que ver ni a los toros del amo de Tifán S.L, ni su obscena demostración de lenguas blanquecinas, ni su descaste, pero el hecho es que los trajeron a Ventas, los aprobaron, los enchiqueraron y los fueron soltando de uno en uno. Un cinqueño y cinco cuatreños, tres negros, dos castaños y un salpicado de capa muy veragüeña, de las de antes de que Veragua se tiñese de jabonero, fueron los galanes que embarcó el industrial con destino a los madriles, que bien sabría él, si acaso tiene un mínimo control sobre su propia ganadería, la porquería de lidia que montaba en el camión, y benditos de Dios vayan, que debió pensar cuando los vio alejarse de su vista de una maldita vez después de tantos años echándoles de comer. Seis menos.

Cuando don Álvaro y don Carmelo hicieron el despeje de Plaza y dirigieron sus rocines blancos a la puerta de cuadrillas para encabezar el paseíllo, tras ellos se colocaron Eugenio de Mora, Morenito de Aranda y Román, que, tal y como se indicó más arriba, no tiene parentesco alguno con don Fidel San Román. El atractivo de la tarde habría que buscarlo en primer lugar en el moracho, que es torero que ha dejado en sus últimas actuaciones en Las Ventas un buen cartel, seguido a continuación por el de Aranda, que es torero que goza de las mayores simpatías en Madrid por vaya usted a saber qué causa. Evidentemente era Román el que venía más desnudo a Las Ventas, pues ni de novillero ni de matador ha cosechado aún un triunfo en Madrid que le haya abierto unos cuantos corazoncitos.

Eugenio de Mora se tiró la tarde bien desdibujado, como cuando Marty McFly se va borrando de la fotografía en Regreso al Futuro. Por parte alguna se atisbó la más mínima decisión de decir “¡Aquí estoy!”, o por lo menos “¡Buenas tardes!”. Bien es verdad que no faltamos a la verdad si decimos que su primer toro, Bajeza, número 10, era realmente asqueroso, término que no recoge mi Cossío, pero que sirve perfectamente para resumir en una sola palabra las características de este desdichado Bajeza. Con el manso de carreta anduvo Eugenio a ver si le pegaba alguno, con menos convicción que ganas, y el animal consumió los últimos minutos de su vida demostrando a las claras su condición tonta, mansa y desdichada.

Su segundo, Garrochista, número 53, es también manso y descastado. Ni cumple con los del penco afaldillado, ni con los de los garapullos (lo siento, tenía que poner esta palabra), apretando hacia tablas y cantando igual que el otro su condición más próxima a la producción cárnica que a la lidia; diríamos en suma que era toro de Plaza de Abastos más que de Plaza de Toros. Y ya, si juntamos las nulas condiciones del innecesario Garrochista con la falta de interés de Eugenio de Mora, el resultado es la perfecta forma redonda del cero. ¿Por qué vendría Eugenio con esta corrida? ¿Quién le engañó? ¿Qué le ocurrió para dar esa impresión tan inhibida?

Morenito de Aranda tiene su parroquia madrileña, que le festeja mucho las trincherillas y los ayudados por bajo que tanto embelesan en el foro. Arropado por esa fidelísima quinta columna se planta delante de su primero, Nevado, número 46, y se pone a hacerle cucamonas, pero Nevado no es un toro, es un lechazo grande y merino al que hay que partir con un plato como hacía Cándido con los lechones en su Mesón del Azoguejo; es una birria encogida y deprimente con esa lengua fuera, es un figurante de The Walking Dead, con los trozos de carne colgándole, un zombi pelmazo que no hace otra cosa que estorbar. Más carne de matadero. Otro buey con sus 521 kilos de lomo alto, lomo bajo, morcillo, babilla, contra, tapa, falda, solomillo, rabo…

El quinto es el salpicado veragüeño que decíamos antes, Cetrero, número 26, y es el garbanzo negro de la corrida porque es el único de los seis que mandó don Fidel al que no nos imaginamos arando o tirando de un carro. Lo recibe Morenito con unas verónicas harto vulgares que la parroquia paladea como si se tratase de oro molido, que terminan cuando el toro le arrebata el capote. Luego Cetrero se va huido al hilo de las tablas desde el 9 hasta el 8 y allí se encuentra con el penco y con Francisco José Quinta, que, habilidosamente, le cierra la salida en esa primera vara; la segunda la recibe en el brazuelo, aunque luego se rectifica. En banderillas acude con un bonito tranco y permite que José Manuel Zamorano le ponga un buen segundo par. Luego Morenito, todo voluntad, se va a los medios y desde allí cita a Cetrero, que galopa hermosamente hacia él. El torero se mueve en el embroque y no domina la fuerte embestida del animal, ni en el de recibimiento ni en los demás pases que conforman la serie. Vuelve a tomar distancia y a plantear lo mismo, toreo por las afueras, sin mando, sin parar al toro, sin nada de lo que hace que la faena cobre vuelo. Bien es verdad que algunas veces intenta rematar el muletazo a la cadera, pero la cesión del espacio al toro es tal que los pases se van sucediendo sin que el toreo fluya. En las tres primeras tandas de la faena vence Cetrero a los puntos, y el resto de la misma no se construye a más, sino en una especie de ten-con-ten en que el toro va y viene y el de Aranda simula el toreo. Así llegamos al momento en que se tira a matar poniéndose fuera de la suerte -como todo el tiempo ha estado-, apuntando a los bajos y pinchando en hueso, luego deja una estocada desprendida atravesada con la que el bicho dobla. Entre los setenta y ocho pañuelos, la exasperante lentitud del equipo de los benhures, la cantidad de cosas que colocan por delante del toro para obstaculizar que las mulas benhures lleguen a donde está el hondero y el desprecio olímpico que el Presidente, señor don Gonzalo de Villa Parro siente por la Plaza de Las Ventas, le dan a Morenito otra innecesaria y devaluada oreja, que a saber de qué le valdrá, visto lo visto.

Los bueyes que le tocaron en el sorteo a Román fueron Carroñero, número 36, otro deleznable producto del rancho de don Fidel, manso como si no hubiera un mañana, deseando largarse a donde sea que no le molestasen, escarbando, doliéndose en banderillas… un cromo. Y luego, en sexto lugar, Civilón, inolvidable recuerdo del famosísimo toro de Cobaleda del mismo nombre, herrado éste con el número 41, que no cesó de marcar su ansia de no querer pelea, su deseo de irse hacia las tablas, de no salir del tercio y de que le dejasen en paz. Ante esos dos aspirantes a estar dentro de una lata de Corned Beef Román estuvo en un “tono menor”, como dicen por ahí, lo cual quiere decir que no dio pie con bola. Y lo mismo puede decirse de su labor con el tercero que con el sexto, que el matiz habría que ponerse a buscarlo ya con un candil.
Eugenio de Mora lebreando en los feraces labrantíos toledanos de Barcience

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