Ellos saben bien que esa patochada no puede salir adelante, pero en impedir que se celebren corridas de toros tenían su más urgente misión. En las islas no hay problemas de mayor entidad ni urgencia que cerrar a cal y canto la plaza de toros de Palma de Mallorca. Una de las más importantes de España, que durante muchos años se llenaba al reclamo de los toreros más famosos.
La patochada balear
Paco Mora
AplausoS
La decisión del Parlamento balear es una chufla, una auténtica coña marinera. El batallón antisistema, compuesto por podemitas de todas las acepciones y pelajes, ha hecho el más espantoso de los ridículos. Nadie se había atrevido a tanto hasta ahora. Y es que el radicalismo salvaje, cuando se disfraza de sectarismo populista, pierde de vista el sentido común y la esencia democrática para caer de lleno en lo circense. A falta de bemoles para prohibir de un plumazo la fiesta de los toros, el citado Parlamento ha aprobado una serie de jerigonzas que más que a la indignación invitan a la risa. Y es que hasta para atentar contra las leyes que rigen el país hace falta cierto grado de valor. Valor que se acabó con los históricos “honderos”, que hicieron de nuestras Islas Baleares un bastión inexpugnable para todo intento de invasión.
Ellos saben bien que esa patochada no puede salir adelante, pero en impedir que se celebren corridas de toros tenían su más urgente misión. En las islas no hay problemas de mayor entidad ni urgencia que cerrar a cal y canto la plaza de toros de Palma de Mallorca. Una de las más importantes de España, que durante muchos años se llenaba al reclamo de los toreros más famosos. Pero, como naturales y turistas accedían a los tendidos a la fuerza, esposados y conducidos por la Guardia Civil, había que impedir semejantes desafueros y restaurar el derecho de los ciudadanos a no ir a los toros.
Catalanizadas las citadas islas, hasta extremos que si los auténticos ciudadanos baleares levantaran la cabeza se morirían de vergüenza, había que imitar a la ejemplar democracia catalana, que ha subsumido hasta el idioma propio de las islas para sustituirlo por el de Pompeu i Fabra, y acabar con el último vestigio de españolidad que era la Fiesta Brava. En las Baleares ahora se habla catalán, y el mallorquín, el menorquín y el ibicenco son cosa de otros tiempos. Ahora se habla el idioma del imperio: del Imperio catalán. Había que cerrar el círculo, pero han faltado bemoles para hacerlo a cara descubierta. Han preferido hacerlo disfrazados de lagarterana.
Hace muchos años hubo una plaza de toros portátil instalada en Ciudadela (Menorca), en la que Enrique Patón organizaba corridas de toros y novilladas, y en la misma isla un gran señor menorquín (Rubió), propietario de una magnífica finca en el término municipal de la localidad indicada, construyó una placita de toros en la que dicho señor organizaba festejos taurinos para su familia y sus amigos, en los que actuaron Luis Miguel Dominguín y varios toreros más de aquella época. Pero claro, eran los tiempos de la dictadura, y seguramente Rubió lo hacía por órdenes expresas del dictador. Cualquiera lo desobedecía.
Por eso, ahora que en las Islas Baleares viven la auténtica democracia podemita, su Parlamento ha decidido dar ejemplo a toda España de cómo se hacen las cosas: saltándose las leyes a la torera. Y nunca mejor dicho. Pero había que resolver el único problema serio que existe para los habitantes de las islas. Había que ponerle la guinda al pastel. Si se salen con la suya, palabra que me hago ciudadano de la República de San Marino. Allí no hay toros, pero tampoco tanto funambulismo político.
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