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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

jueves, 31 de mayo de 2018

Tarde épica de Castella / Por Paco Mora


(Foto: Javier Arroyo)


Tarde épica de Castella

Paco Mora
Decía Bojilla que, por lo que había oído contar en su juventud a ancianos que habían visto muchas veces a su paisano Frascuelo, el torero granadino que llenó una época de competencia con Lagartijo El Grande: “los tenía como cocos”. La tarde del miércoles 30 de mayo de este año de gracia de 2018, Sebastián Castella ha demostrado que los tiene como melones. La paliza que le propinó el quinto, segundo de su lote, fue para desencuadernar y dejar sin ánimo al más pintado. Herido en el pie izquierdo, cojeando y descalzo, todavía le quedó valor al “francés impasible” para comenzar la faena de muleta por naturales de rodillas y, ya en pie, con la plaza convertida en un manicomio en el que los hombres se desgañitaban en olés y las mujeres se tapaban con las manos sus rostros de espanto, protagonizar una faena propia de la épica del toreo, jugándose la vida a carta cabal sin la mínima reserva.

La plaza hasta la bandera, al reclamo de dos auténticas figuras del toreo y una joven promesa que confirmaba su alternativa, vivió la tarde más emotiva de este San Isidro y seguramente de muchos otros. El público madrileño, tan exigente casi siempre, reaccionó como sabe reaccionar cuando lo que ocurre en el ruedo lleva sello de autenticidad. Y ese sello ya lo había puesto sobre la arena un Enrique Ponce que, ante las dificultades de la corrida de Garcigrande y Domingo Hernández, tiró de técnica y de valor en sus dos toros, pero particularmente en el cuarto, con el que se fajó de poder a poder en una lidia valiente y entregada, que hacía recordar las estampas de cuando la fiereza de los bureles solo permitía torearlos de pitón a pitón, para atronarlos a la primera igualada con un estoconazo en el hoyo de las agujas. El ruedo de Las Ventas olió toda la tarde a tragedia, a vergüenza torera, a pundonor y a auténticas figuras del toreo. Castella y Ponce, Ponce y Castella, sintieron el orgullo de ser toreros y el público madrileño, el de ser aficionados a la Fiesta más bella y más culta del mundo (manes de García Lorca), por mucho que un puñado de estreñidos traten de desacreditarla, porque su categoría humana no les da para más. El joven Colombo recibió desde su puesto de privilegio una lección magistral impagable, que jamás olvidará.

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