Desde hace decenios estamos pagando decisiones políticas que han sacrificado el poder nacional y el poder soberano en aras de un Estado-providencia arruinado por la inmigración, una administración pública con exceso de personal y los dogmas de la UE.
Francia después del coronavirus. ¿Qué haremos con ella?
- Artículo publicado por Marion Maréchal en Atlántico.
Desde mi lugar de confinamiento, observo con atención e inquietud lo que revela del estado de nuestro país la crisis del coronavirus. Dejando de lado la presión migratoria a las puertas de Grecia o el debate sobre las pensiones, esta pandemia sacude nuestras certezas y saca a la luz nuestras muchas debilidades. Más allá de las medidas inmediatas y obligatorias necesarias para acabar con este incendio sanitario, ha llegado también el momento de analizar las soluciones estructurales que deberían tomarse cuando este drama acabe.
Francia, el día después
Asisto, hora tras hora, al desfile de expertos, políticos y periodistas en los platós de televisión. Les oigo constatar y deplorar la desindustrialización de Francia, incapaz hoy en día de producir mascarillas y respiradores en su territorio nacional. La amenaza de decenas de miles de muertos les abre, por fin, los ojos acerca de las virtudes de la independencia nacional. Este objetivo político, que es el que busca toda gran nación, no es un mero eslogan reaccionario, sino la libertad de no estar sometido a la buena voluntad de los países extranjeros para nuestra supervivencia. Francia, sexta potencia mundial, se ve obligada a mendigar la ayuda de China para recibir con urgencia un millón de mascarillas. ¿Qué sería de este valioso envío si los chinos no hubieran tenido éxito frenando la epidemia en su país?
Gobernar es prevenir. Ejercer el poder, es anticipar globalmente y no limitarse a aplicar literalmente, y en el último minuto, las recomendaciones «de los científicos», utilizando un elemento del lenguaje reiteradamente utilizado por nuestros ministros desde hace días. El Elíseo no es la Academia de las Ciencias y, menos aún, la Cámara de Comercio. Nuestros gobernantes aprenden, a sus expensas, qué es la acción política, la verdadera. Ellos, que esperaban que la economía, preferiblemente abierta, pudiera regir el mundo de manera pacífica y organizar las sociedades, descubren que es la decisión humana y nos los flujos, abandonados a sí mismos, la que construye la Historia y el destino de una nación.
Escucho su preocupación ante el riesgo de la falta de medicamentos, mientras fingen que descubren que la globalización económica implica la deslocalización en el extranjero de numerosas actividades estratégicas, por no decir vitales. Son los mismos que, hasta ahora, preconizaban una economía de servicio y de «elevado valor añadido» como única solución competitiva, comprendiendo por fin que la agricultura, la sanidad, la energía y la defensa son sectores que nosotros debemos controlar en un mundo en tensión y con recursos limitados.
La necesidad de relocalizar partes esenciales de la economía es, hoy en día, acuciante. Esto implica pasar página de la lógica económica llevada a cabo por la OMC a partir de los años 90, aplicada concienzudamente por la UE y aplicada a nivel académico por la ENA [École Nationale d’Administration, escuela en la que se forman muchos altos funcionarios del gobierno francés, ndt], de la que Macron es un claro producto.
Les veo indignarse ante el aumento repentino del precio del gel antiséptico y de las mascarillas. Un pequeño esfuerzo y descubrirán el principio del capitalismo en una sociedad en la que el individualismo se ha convertido en norma. Es el individualismo que tanto aprecian quienes han rechazado toda moral común, toda trascendencia, erigiendo el deseo y la libertad individual como base de la democracia liberal y destruyendo minuciosamente la matriz nacional, vector natural de fraternidad.
Mientras no se escatiman comentarios sobre la «ligereza» de los paseantes parisinos ante el peligro de contagio, son pocos los que denuncian la indecente falta de civismo de la población de numerosos barrios como Barbès, Château Rouge o La Chapelle, donde se burlan alegremente de las reglas de confinamiento. El 10% de las multas que se pusieron el miércoles en el país se pusieron en Seine-Saint-Denis, un triste récord. Sólo las redes sociales dan testimonio, una vez más, de la desfachatez de esas zonas con respecto a las leyes de la República y la solidaridad nacional.
El confinamiento no consigue apagar la situación candente de las periferias, que se aprovechan de la situación para organizar saqueos y realizar emboscadas contra las fuerzas del orden, que están sobrepasadas. Al gobierno no le basta el riesgo que corre la vida de nuestros ciudadanos más vulnerables para hacer una demostración de fuerza y firmeza.
Diversos policías han informado de que han recibido órdenes de no intervenir en determinados barrios para evitar todo tipo de revuelta. Parece ser que es un triste privilegio de los «chalecos amarillos» estar expuestos a las escopetas de balas de defensa. Esas tierras sin ley ponen en peligro al conjunto de la población. Si estamos en guerra, entonces el gobierno no debería tener escrúpulos en generalizar el toque de queda, o en hacer intervenir al ejército para apoyar a las fuerzas del orden.
Veo al presidente imitando a un caudillo e intentando ponerse, inútilmente, a la altura de los acontecimientos. No es para menos, después de su increíble decisión de mantener las elecciones, su aparición pública teatral y las declaraciones de su antigua, y rencorosa, ministra de sanidad.
Le observo mientras me ordena que me lave las manos y que no ceda a la tentación del «repliegue nacionalista», cuando todos nuestros vecinos están, uno tras otro, cerrando las fronteras. El discurso de un mundo sin fronteras llega a ser verdaderamente indigesto en un momento como este.
El fracaso del Estado
Mientras tanto, nuestro personal sanitario está en primera línea trabajando a destajo, expuesto al contagio y teniendo que enfrentarse a decisiones éticas dolorosas al no poder curar a todos los enfermos. Algunos de ellos, ya retirados, se incorporan temporalmente para prestar su ayuda. Los servicios de reanimación están saturados al no tener las camas o el material necesario. A través de ellos y sus dificultades asistimos al fracaso directo del Estado.¿Cómo es posible que no se hayan dispuesto anticipadamente medidas ante la posibilidad de una crisis causada por este tipo de amenaza sanitaria? ¿Cómo es posible que un Estado que dedica 200 mil millones de euros al apartado médico de la seguridad social y distribuye cerca de 741 mil millones de euros en prestaciones sociales cada año, sea incapaz de proporcionar mascarillas a su personal sanitario, a sus fuerzas del orden, o que no pueda hacer test masivos a su población?
Hay que admitir que la responsabilidad no es sólo de Emmanuel Macron, sino que se remonta, por lo menos, a los años de Chirac.
¿Podemos continuar con este Estado inepto para llevar a cabo sus misiones fundamentales: estrategia, crisis, orden, aprovisionamiento? ¿Un Estado que le quita a sus ciudadanos el 50% de la riqueza nacional?
No tiene nada de sorprendente que en nuestro país se lleve tan mal pagar a Hacienda.
La falta de mascarillas o de equipamientos no es el único factor explicativo. Bien gestionados, los recursos limitados habrían permitido abordar los asuntos más urgentes, mientras se fabricaban o adquirían los elementos que faltan. Pero nuestros actuales dirigentes no tienen capacidad estratégica ni de administración correcta del dinero público.
Es verdad que el debilitamiento de la red de hospitales públicos no es reciente. El movimiento de los «chalecos amarillos», primeras víctimas del hundimiento de este servicio público, ha sido uno de sus síntomas. Cierre de establecimientos, saturación de los servicios de urgencias, personal mal pagado, falta de médicos, zonas con falta de asistencia sanitaria, supresión de camas de hospital (4200 de hospitalización completa sólo en 2018), una burocracia mastodóntica. Nuestro país sólo puede ofrecer seis camas de hospital por cada mil habitantes; es decir, un 30% menos respecto a 1996.
He aquí el resultado de leyes absurdas como la de las 35 horas, o de reformas cuyo objetivo es aplicar a un sector fuera de las reglas del mercado… las reglas del mercado.
Desde hace decenios estamos pagando decisiones políticas que han sacrificado el poder nacional y el poder soberano en aras de un Estado-providencia arruinado por la inmigración, una administración pública con exceso de personal y los dogmas de la UE.
Apoyar a los verdaderos actores de la economía francesa
Es en los periodos de crisis cuando se mide la solidaridad y la capacidad de resiliencia de una sociedad. Está claro que la nuestra ya no es capaz de enfrentarse a los desafíos del siglo XXI.
Asistimos a las convulsiones de un sistema inicuo: el de un capitalismo financiero, un capitalismo de Estado corrupto que privatiza los beneficios y nacionaliza las pérdidas de las grandes empresas. Hemos sabido que el BPI, el Banco Público de Inversiones, invertirá en el CAC 40 para proteger a las corporaciones debilitadas por las circunstancias. Circunstancias que estas grandes corporaciones han alimentado al alentar a los poderes públicos a promover una economía internacionalizada. Porque ese virus es el virus de la globalización, del que ellas han sacado beneficios. Son las mismas corporaciones que ya no producen empleos en Francia, o muy pocos, y que han deslocalizado una gran parte de sus actividades. Y también de sus impuestos. Esto significa que será el dinero público el que las sostendrá. Sucedió hace diez años, durante la crisis financiera, cuando se rescató a los bancos sin ninguna contrapartida.
En lo que respecta a las pymes, tendrían todo el derecho a posponer el pago de sus impuestos. Sin embargo, son ellas las que van a encajar el golpe de la recesión de nuestra economía. Serán los pequeños empresarios, los industriales, los artesanos, los comerciantes los que cargarán con todo el peso económico de las decisiones políticas tomadas a alto nivel. Serán ellos los que soportarán la resistencia de la sociedad francesa en esta prueba.
Y la Unión Europea, ¿dónde está?
Como es habitual, la Unión Europea no ha acudido a la cita. La UE, el felpudo de Erdogan, demuestra magistralmente, una vez más, su inutilidad. Una UE tan dispuesta a actuar cuando se trata de doblegar a Grecia. Después de haber exigido a los Estados que no cerraran las fronteras, salvo como «último recurso», la UE se ha puesto en marcha lentamente y votará, en los próximos días, una «iniciativa de inversión como reacción al coronavirus». A pesar de todo, habrá fracasado al esperar la decisión y la autorización de Alemania para activar sus dispositivos y para que, por fin, el BCE se comprometa a la recompra masiva de títulos de Estado bajo la presión conjunta de Francia, Italia y España.
Una buena lección acerca de las relaciones de fuerza, de la que nuestros gobernantes harían bien en acordarse en el futuro… la famosa alianza latina de la que yo hablaba recientemente, en Roma, con ocasión de la conferencia transatlántica sobre el National conservatism. Las naciones han demostrado, una vez más, ser imprescindibles, independientemente de lo que piensen los adeptos a las organizaciones supranacionales. Treinta años de construcción europea forzada para ver la «solidaridad» entre los Estados miembros romperse contra la roca de la primera gran crisis sanitaria.
China ha ayudado a Italia antes que a Francia y, durante este tiempo, Sibeth Ndiaye, portavoz del gobierno, se ha permitido dar lecciones a los italianos. Angela Merkel ya ni siquiera finge jugar en equipo, y en su discurso a sus conciudadanos no ha pronunciado una sola vez la palabra «Europa».
¿Cuántas crisis financieras, económicas, sanitarias, migratorias se necesitarán para que nuestros dirigentes comprendan, por fin, que esta «unión» europea es una farsa? ¿Que la independencia europea, a la que Francia aspira, es un sueño que muchos de nuestros vecinos ya no comparten? ¿Que el nacimiento de una potencia europea es un deseo inútil con la estructura y las reglas actuales?
Este fracaso es, si cabe, más dramático ante el aumento espectacular del poder asiático. Todos hemos podido constatar la capacidad demostrada por Japón, Hong-Kong, Taiwán, Corea del Sur y Singapur para frenar el contagio, la eficacia de su sistema sanitario y, sobre todo, su increíble avance tecnológico. Ante las carencias de la UE, países como Italia o Serbia se dirigen a China, que tiene hoy en día la capacidad de producción a la que nosotros hemos renunciado…
Esta crisis es una advertencia. Estos países están hoy en día, y en muchos aspectos, mucho más desarrollados que nosotros. Y algunos de ellos, como Corea del Sur, eran aún países del tercer mundo en 1950…
Es el momento de enderezar el timón de la nave Francia
Por lo menos una buena noticia: el espacio Schengen se desintegra, el pacto de estabilidad se desmorona y Emmanuel Macron podrá utilizar esta crisis como pretexto para justificar la recesión económica e inyectar miles de millones en la economía.
Sería maravilloso que esta deuda, con la que cargarán nuestros nietos, se empleara prioritariamente al servicio de la economía francesa para reconquistar ámbitos estratégicos (sanitario, farmacéutico, alimentario, militar, energético) y para invertir en sectores con futuro (infraestructuras, investigación, innovación, educación).
Es probable que el desbloqueo llevado a cabo por Alemania de 500 mil millones de euros para hacer frente al coronavirus no se limite sólo a gastos de sanidad…
Ha llegado el momento, en este periodo difícil, de redefinir las prioridades del Estado, de devolver a Francia su autonomía y reconsiderar totalmente el sistema europeo.
- Publicado por Marion Maréchal en Atlántico.
- Traducido por Verbum Caro para ISSEP.
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