La democracia española ha traído consigo el chantaje de los separatistas, el latrocinio de los políticos, la inmoralidad de los funcionarios, el desbarajuste económico, la penuria de los trabajadores, la multiplicación de los atentados contra la propiedad y la vida ajena, la procacidad periodística, el empobrecimiento cultural, la anemia espiritual y el general desasosiego, que nos hace clamar para que esto estalle de una vez, aún cuando hayan de sacrificar temporalmente algunos intereses ciudadanos.
Malditos sean los que en nombre de la democracia
han conducido a España hacia el desastre
AD / AR.- (A la memoria de don Nicolás Gálvez González)
Salga lo que salga de la moción de censura contra el gobierno de Mariano Rajoy, una cosa es segura: será malo para España. No deberíamos extrañarnos de un momento tan grotesco como el que vivimos. En realidad la democracia española ha transitado siempre entre lo grotesco y lo estrafalario. Si hace un par de meses nos hubieran dicho que Pedro Sánchez se apoyaría en los protagonistas de la rebelión golpista en Cataluña para lograr lo que a través de las urnas le hubiera sido imposible, nos habría parecido el relato surgido de una mente disparatada y enferma. Es decir, que por la ambición infinita de Sánchez, el futuro de España puede quedar en manos de los que quieren destruirla. En la democracia española, ya se sabe, hasta lo inverosímil resulta concebible.
La democracia española ha traído consigo el chantaje de los separatistas, el latrocinio de los políticos, la inmoralidad de los funcionarios, el desbarajuste económico, la penuria de los trabajadores, la multiplicación de los atentados contra la propiedad y la vida ajena, la procacidad periodística, el empobrecimiento cultural, la anemia espiritual y el general desasosiego, que nos hace clamar para que esto estalle de una vez, aún cuando hayan de sacrificar temporalmente algunos intereses ciudadanos.
Si el supremo arte de gobernar consiste en mantener el orden y la armonía compatible con un amplio margen de progreso y libertad, un poder civil que no conduce a ello, sino que nos lleva a una situación de ineficacia y postración del Estado, sin ningún juicio sobre las causas incidentes, es un poder fracasado.
Cuando parecemos abocados a una tragedia sin precedentes (nada menos que la llegada al poder de Pedro Sánchez avalado por la extrema izquierda y los separatistas), se hace urgente reparar en las causas que nos han llevado a este desastre. De entrada, la responsabilidad de la población española parece lo suficientemente grande como para ahorrarnos cumplidos y expresiones de bienquedismo. Un pueblo que ha perdido el valor hasta de defenderse de cualquier agresión externa es un pueblo que no tiene derecho a la supervivencia. Pura razón natural tras 40 años de oligarquía partitocrática. Lo que tenemos es una masa adormecida, amorfa, hueca, vacía, grotesca, extremadamente manipulable. De ella no se podrá sacar nunca nada bueno, nada positivo. Al igual que otros europeos, pero en grado mucho mayor, los españoles han llegado al último capítulo de la decadencia y la degradación. Este es un organismo en putrefacción avanzado. La carne agusanada de este cuerpo es lo único que realmente se mueve y tiene vida. No es extraño que Sánchez pueda garantizar su futuro económico bajo las cenizas de un sistema que lo ha calcinado todo a su paso.
Es seguro que las próximas generaciones de españoles pagarán dramáticamente los excesos de estos años, ya que lo que se dibuja en el horizonte es una sociedad empobrecida, envilecida y en las garras de un puñado de lobos con los instintos salvajes intactos. Carecemos de defensas para pertrecharnos contra lo que se le viene encima. Y lo peor es que hay gente que no parece ser consciente. A base de manipularnos todos estos años, a base de inducirnos a todos los vicios y taras, a base de inculturizarnos, de rebajar nuestros instintos al nivel de las cloacas, han logrado atrofiar cualquier gesto de rebeldía, de sentido crítico, de espíritu rebelde.
Los españoles ya no sienten ni frío ni calor. Han creado una sociedad de espectros teledirigidos, han logrado rebajar nuestras preferencias vitales hasta la hediondez, han conseguido que nuestros ideales trancendentales estén más cerca de los de cualquier churri televisiva que de todos esos valores que indujeron a nuestros abuelos a dejarse la vida por una España mejor.
España está en trance de morir y aquí
nadie parece tener nada que decir.
Ya casi nadie exige que se repare el honor de nadie, y mucho menos el de España. Los yihadistas proliferan por doquier. Ilegales de toda África asaltan nuestras fronteras a diario. Los separatistas vascos y catalanes huelen la cobardía que hay en el ambiente y ven cerca la capitulación de una nación postrada a sus pies.
Y ello sin que a los partidos con representación parlamentaria, ni al presidente del Gobierno, ni al Rey, ni a la prensa pesebrera, ni mucho menos a la sociedad civil parezca inquietarles.
Yo hace muchos años que dejé de creer en esta democracia. A decir verdad, nunca creí en ella. No puedo por tanto sentirme engañado por partidos e instituciones en las que nunca creí. Sólo nos han dejado el valor de la palabra, aún con grandes restricciones. Por eso proclamo mi desprecio y asco a todos los que han hecho posible este monumental fracaso colectivo, dándonos desencanto, pesimismo, inseguridad y desesperanza que antes, evidentemente, no existían.
Maldigo a los políticos españoles que pactaron una Constitución difusa y ambigua que está siendo la causa de todos nuestros males.
Maldigo a esos sindicatos parasitarios y en esos empresarios voraces que hablan de todo menos de la ética del trabajo y del interés social de la producción.
Maldigo al sistema que cifra su supervivencia en el poder amnésico de la telebasura y en el conformismo de los españoles. Sentirse a gusto en un vagón, aún cuando no haya máquina que lo arrastre o cuando la máquina nos lleva al abismo, es señal inequívoca de cretinismo mental, de ligereza o de vocación de suicidio.
Maldigo a todos esos representantes del Estado democrático que han permitido que con dinero de todos se fomente el odio a España en las escuelas vascas y catalanas, inculcando a los menores toda suerte de taras y de prejuicios que hoy ya son imposibles de erradicar.
Maldigo a esos legisladores que dictan leyes pensando más en ellos que en nosotros. Maldigo el ambiente de corrección política que nos han impuesto; que no pueda hablarse del derecho al honor porque diariamente se difama; que no pueda hablarse del derecho de propiedad privada, cuando ésta se confisca a través de bandas organizadas de okupas, protegidos y amparados por las leyes.
Maldigo a todos esos los periodistas que hablan del derecho a la libertad de expresión, cuando trabajan para medios comprados con fondos reptiles.
Maldigo otra vez al sistema cuya base doctrinaria ha consistido en llamar racista a quienes nos oponemos a que España se llene de ilegales; en llamar insolidario a quienes reivindicamos el bienestar de los españoles antes que el de los de fuera; en pedirnos que seamos tolerantes con los que vejan, humillan y masacran a sus mujeres en nombre de un dios violento y sediento de sangre.
Maldigo a las que se autoproclaman feministas cuando nunca antes había estado tan degradada la condición femenina y también a los que han aprobado leyes de género contra los hombres con el inconfesado objetivo de criminalizarlos preventivamente y minar las bases de la organización familiar tradicional.
Maldigo a esa jerarquía católica que está más preocupada por no pagar el IBI que por la voracidad fiscal que está empobreciendo a sus fieles. Maldigo a esa misma jerarquía católica española que ha abandonado a su suerte a sus fieles y navega por los mares del buenismo. Temerosa de los templos vacios, aspira a mantener clientela mediante inmigrantes, de forma que tiende a apostar por una inmigración descontrolada, que a través de un falso humanitarismo, genera y alimenta conflictos, empezando por los económicos, a través de las llamadas ayudas sociales, que son insostenibles.
Maldigo a quienes me piden dinero para alimentar a quienes no aceptan nuestras costumbres y pretenden reemplazarla por las de ellos. O a quienes me cuentan que deje la solución de mis problemas en manos de unos partidos cuyos dirigentes representan lo peor y más abyecto de la condición humana.
Maldigo a los que pretenden convertir el relativismo antropológico en certeza científica y que tratan de convencerme de que un soneto de Shubert tiene el mismo valor artístico que una danza masai.
Maldigo a los que han convertido la enseñanza en un instrumento para el adoctrinamiento ideológico de nuestros hijos, sirviéndose de ellos como animales de cobaya para poner en práctica todos sus proyectos de ingeniería social.
Maldigo a los políticos que no impidieron el exilio económico de nuestros mejores talentos, y que en cambio colman de atenciones, de dinero y de normas protectoras a los extranjeros que entraron ilegalmente en España.
Maldigo a los que mancillan a diario la memoria de las mil víctimas mortales de ETA excarcelando a sus verdugos y otorgándoles toda clase de beneficios penitenciarios.
Maldigo a esos militares que antepusieron sus intereses particulares al porvenir de la nación y que han convertido el Ejército español en una institución sin frío ni calor, sin barcos y sin honra.
Maldigo a los representantes de esa casta política que nos ha arruinado y vaciado de miras trascendentes.
Maldigo a los lacayos de Bruselas que han avalado estos 40 años de ingeniería social, de lobotomización cultural, de hediondez política, de basura moral. Maldigo a los que nos han impuesto un pensamiento único y un maniqueismo socialmente indiscutido.
Maldigo a los que expoliaron demográficamente las tierras del interior de España para dotar a la industria catalana de una mano de obra dócil y barata. Maldigo a los hijos de esa mano de obra que hoy se manifiestan codo con codo con los expoliadores de sus padres y abuelos. Maldigo a los representantes del Estado que han abandonado a su suerte a quienes en Cataluña se sienten españoles y pretenden ejercer esa condición utilizando la lengua de todos.
Maldigo a los que dedican nuestro dinero a subvencionar a vagos y maleantes y a los que han permitido que los pervertidos gocen de más privilegios que los padres de familia.
Maldigo al que ha hecho dejación de su función primordial de mantener unida a la nación y permitido que lo que queda en el almacén del estado unitario sea un simple retal. Maldigo a los que nos han impuesto sus dogmas, sus anatemas, sus preferencias culturales, sus clichés ideológicos, sus recetas políticas; a los que nos lanzan a diario sus bombas de distracción y manipulación masivas.
Maldigo a los que me piden comprensión con los que venden ilegalmente en nuestras calles; con los que nos devuelven la hospitalidad recibida con mil y un delitos, desde robos con violencia a ventas de drogas. Maldigo a los que me piden respetar a quienes hacen mofa y befa de todos los que pensamos de forma diferente.
Pero sobre todo, maldigo a los que quieren negarme este derecho a opinar libremente.
Por todo lo anterior, si la obnubilación nos ha conducido al desastre, que el desastre arramble con todo. Sólo desde las cenizas podremos resurgir como el Ave Fénix… si es que el destino nos tiene reservado algo mejor que Pedro Sánchez encaramándose al poder a manos de un puñado de traidores.