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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

domingo, 23 de junio de 2013

'Carmen Amaya. 1963’ / Joaquín Albaicín



'Carmen Amaya. 1963’
  • Hila un poema a un mundo de candilejas en que los artistas lo eran de verdad y a degüello.
Joaquín Albaicín 
Escritor
Nadie soñaba siquiera con aventurar que a Carmen Amaya, la niña que bailaba en Las Siete Puertas de Barcelona para ganar con qué comprar tabaco a su abuelo ciego, la esperaran los diamantes de Tiffany´s, la Filarmónica de Los Ángeles, la portada de Life, los Campos Elíseos y la gran pantalla junto con Cagancho o Marlene Dietrich. El primero en intuir para ella tan resplandeciente destino quizá fuera Miguel Borrull, un grande de la guitarra gitana de su tiempo, de la quinta de Niño Ricardo y don Ramón Montoya, que la anunció en su tablao Villa Rosa de la capital catalana y en la Exposición Universal de 1929. Y luego, el inolvidableSabicas, que convenció a su padre de que la presentara en Madrid. Pero dudo que ninguno de los dos fuera del todo consciente de la magnitud de la bomba de relojería que, nerviosa, mariposeaba en su derredor.

Si Farruco decía haberse inspirado, para la gestación de aquel danzar suyo investido de un irresistible poder de fascinación, en la observación de los caracoleos y desplantes de los caballos, Carmen Amaya señalaba por su parte como sus maestras a las olas del mar, bálsamo para el corazón afligido y rebosantes siempre de mensajes destinados al alma de penetrante visión. Docentes –las olas– que no saben escribir… La dedicatoria a mi bisabuela, estampada sobre una foto suya que conservamos (“A mi tía Agustina con todo cariño. Carmen Amaya. Buenos Aires 23-9-45”), debió dictársela a otra persona, pues Carmen –igual que las olas y que mi bisabuela– sólo sabía firmar. Y su rúbrica, como la de la marea cuando besa fugazmente la arena de la playa, ha revelado ser tan vaporosa como eterna.

Quizá su segundo maestro fuese el fuego, las ígneas lenguas de cimbreante ardor de la chimenea que, de espaldas a la cámara, contempla sentada en una de las maravillosas fotografías que ilustran Carmen Amaya 1963, el exquisito volumen publicado por Libros del Silencio en conmemoración del medio siglo de su muerte en su hogar postrero de Bagur, lejos –a un Atlántico de distancia – de la mansión que comprara a Deanna Durbin.

El texto biográfico debido a la pluma de Ana María Moixes acerado y elegante, como lo son las imágenes tomadas por Colita y Julio Ubiña. Una evocación de su figura no sé si definitiva –porque la incontestablemente definitiva fue Carmen, su firma, única por los siglos de los siglos–, pero desde luego que emotiva de cabo a rabo, desde la recreación de la estancia con su compañía en Ellis Island a espera de ser admitidos en Estados Unidos –donde tenían cita con el Carnegie Hall, Broadway, el programa de Ed Sullivan, Hollywood y las galas con Sinatra en el 42nd Street Theatre– hasta el recuerdo de la última e inconclusa calada, ya agonizante, a su compañero de fatigas y triunfos: Marlboro.

El libro es mucho más que un cautivador recorrido oral y visual por el último año de vida de una gitana genial admirada por Chaplin, Roosevelt y Orson Welles y que compartiera representante –el ínclito Sol Hurok, leyenda del show business– con María Callas, Nureyevy Stravinsky. Hila un poema y esculpe un homenaje a un mundo de candilejas que pervive no más que en estado de latencia, un universo en que los artistas lo eran de verdad y a degüello, seres abrasados por su propia llama que encendían de pasión las almas y dotaban de sentido a las vidas de quienes pasaban por taquilla, en vez de –como hoy, casi todos- despojarlas de él. Como Camarón oRafael El Gallo, jamás tuvo Carmen Amaya la menor noción de qué cosa fuera el marketing (entre las fotografías de Carmen Amaya. 1963, no hay un solo posado). No sé si sería en parte por eso que, más que lucir, su estrella deslumbraba.

Y la de Carmen lo hacía con tamaña intensidad –basta con ver Los Tarantos– que, incluso en YouTube, reino –por su propia naturaleza– de luces espectrales, se da uno una vuelta en busca de filmaciones flamencas, y una de las pocas bailaoras jóvenes a las que en verdad merece la pena ver, dotada de una energía y un carisma que pueden con –y se imponen a– esa luminotecnia mortecina y fantomática connatural a Internet es, no por casualidad,Karimé Amaya, una sobrina nieta de La Capitana, nacida en el México que idolatrara a esta y que ha cosechado ya importantes triunfos tanto emparejada conFarruquito, Joaquín Cortés u otros bailaores de rango como al frente de su propia troupe.

¡Para que todavía balbuceen algunos –muchos– que el flamenco no es un arte dinástico y de casta, sino cosa de “la humanidad”! A mí, cada día que pasa se me antoja más y más falsario lo segundo. Y el libro que acabo de leer –suficiente, posar la vista sobre su portada– me reafirma aún más, si cabe, en ello.

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