Diego Silveti con el tercer toro de la tarde. / CLAUDIO ALVAREZ
"...Lo que son las cosas: era uno de los carteles más modestos de la feria y ha saltado la sorpresa del toreo en plenitud, y la resurrección de tres toreros que se transfiguraron con el bautizo de una granizada infernal..."
En recuerdo de Pepe Luis
- Con el recuerdo imperecedero a uno de los artistas más emblemáticos, un torero se sintió como tal y lanceó a la verónica maravillosamente
Antonio Lorca / El País
Cuando finalizaba la corrida llega la noticia de la muerte de Pepe Luis, uno de los maestros de la tauromaquia más grandes de la historia. Ha muerto en su Sevilla, cumplidos los noventa años, con la vista y el oído marchitos, pero con la idea del arte en su cabeza como fue capaz de expresarlo en las plazas de toros y en este mismo periódico hace unos meses. Pepe Luis Vázquez, armonía, belleza y gloria reza el azulejo que lo recuerda en la plaza de las Ventas. Nunca un epitafio fue más acertado.
Con el recuerdo imperecedero a uno de los artistas más emblemáticos, vaya por delante otra de las noticias de la tarde: un torero se sintió como tal y lanceó a la verónica maravillosamente. Se llama Juan del Álamo y, tras recibir al quinto de la tarde, con dos largas cambiadas de rodillas en el tercio, lo embarcó de verdad, bajó las manos, templó, se gustó, ganó terreno en cada lance y dibujó seis verónicas sencillamente extraordinarias que cerró con dos espléndidas medias y dejó a todo el mundo boquiabierto. Lo mejor de lo que va de feria, sin ningún género de dudas. Toreo puro, toreo de verdad, toreo para exquisitos. El mejor homenaje que pueda tener Pepe Luis.
Y todo eso ocurría con el piso totalmente embarrado después de que cayera una amplia muestra de lo que pudo ser el diluvio universal. ¡Cómo granizó, madre mía! ¡Qué forma de llover! Fue aquello un bombardeo infernal que comenzó cuando el tercer toro iba al caballo y duró una eternidad que provocó la lógica estampida en los tendidos. La tarde se fue ennegreciendo desde que se abrió el paseíllo; truenos y relámpagos se intercambiaban protagonismo para anunciar el aguacero. Y llegó, vaya que sí llegó, y llovió de forma torrencial, como si no hubiera llovido nunca.
Pero, héte aquí, que el agua tiene una virtud vivífica. Fastidia, y de qué manera, los cuerpos, pero entona el espíritu. Fomenta la generosidad de las almas y dinamiza la ilusión de los toreros. Lo cierto es que la corrida había sido un tostón hasta que comenzó a llover. De hecho, y contra todo pronóstico, se cortaron tres orejas que pudieron ser más si ayudan los toros.
Silveti quitó por gaoneras y Bautista por chicuelinas cuando arreciaba la tormenta en ese tercer toro. Y el mexicano brindó al empapado respetable, citó por un pase cambiado por la espalda, y mientras la granizada era una cortina de pedruscos, el torero, muy entregado, consiguió algunas tandas airosas que fueron muy jaleadas. Cuando mató de pinchazo y una estocada casi entera le concedieron un generoso trofeo que supo más a recompensa por su entereza y decisión que por el buen toreo. No pudo redondear su tarde porque el sexto era una mula parda, hundido en su falta de casta, que no le permitió volver a las andadas.
También cortó oreja Juan Bautista, otro torero que se transfiguró con la lluvia. Nada hizo que llamara la atención ante su soso primero, pero se rehizo en el cuarto, el más potable de la corrida, y entre la lluvia y el fango, consiguió dos buenas tandas de naturales en las que brilló más la encastada nobleza del toro que la hondura de los muletazos, pero acompañó bien la embestida y dio la mejor imagen de sí mismo. Si se hubiera colocado mejor, si se hubiera cruzado, hoy estaríamos hablando, quizá, de una gran faena. De cualquier modo, vale decir que no desmereció la calidad de su oponente.
Y la sorpresa llegó de la mano de Juan del Álamo, poco toreado, que deslumbró con esas verónicas antológicas —ya era hora de que viera torear en esta feria— y se esforzó en una primera tanda de redondos que supieron a gloria. El fuelle del toro se acabó pronto, y destacó, sobre todo, la entrega del torero que alargó innecesariamente la faena con las típicas bernardinas que se han convertido, junto a las manoletinas, en la enseña del toreo moderno. Se esforzó ante el segundo, de poca clase, de escaso recorrido y sin humillar nunca, al que hilvanó una faena poco conjuntada, no exenta de disposición.
Lo que son las cosas: era uno de los carteles más modestos de la feria y ha saltado la sorpresa del toreo en plenitud, y la resurrección de tres toreros que se transfiguraron con el bautizo de una granizada infernal.
Hubo resbalones, pero ningún torero sufrió percance alguno; todos se vinieron arriba como en las mejores tardes; y hubo ocasión de ver a un Silveti enardecido y empujado por muchos compatriotas; a un Del Álamo, llamado a mejores empresas después de demostrar que lleva el toreo clásico en la cabeza, y a un Bautista en su plenitud.
La nota de tristeza la puso la noticia de la muerte de Pepe Luis Vázquez, que había sido hasta ese momento, el mejor referente vivo de los grandes maestros de la historia. Con Pepe Luis se va toda una época, y perdurará para siempre el recuerdo de su gracia sevillana, de su magisterio, de una historia plagada de sentimiento torero.
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