Centro de Visitantes Dehesa y Toro "Dinastía Bienvenida", situado en Bienvenida (Badajoz)
Dragones en Bienvenida
España / Mayo 2019
Noventa y nueve años se cumplieron ayer de la inmolación para alimento de los poetas de Joselito El Gallo en Talavera y caen hoy veinticinco de la faena de Aparicio hijo en Las Ventas con el de Alcurrucén, más ciento veinticinco del nacimiento de S. M. I. Nicolás II, Zar de Todas las Rusias. Además, hace nada que, para celebrar la campanada de Pablo Aguado en Sevilla, ha resucitado en los ruedos -fugazmente, pero con la contundencia de un reloj cíclico- el galleo del bú. Está a punto de sacar nuevo libro Jesús Soto de Paula y poco falta para que La Kaíta cante en Almendralejo con Juan Vargas a la guitarra.
Bajo tan favorables auspicios llegamos a Bienvenida, solar del Papa Negro, en cuyos bares ya no quedan cabezas disecadas de toros sacrificados a estoque a Mitra, aquellas gárgolas -ángeles protectores de la Península- de cuyo talismánico amparo antes disfrutábamos al entrar en cualquier taberna y ya estamos perdiendo. Las entradas para el festival de hoy se han vendido, sin embargo, a muy buen ritmo en el Bar Willy, taquilla oficial, a tiro de piedra de la sede del Centro Dinastía Bienvenida, el museo donde Javier Rodríguez-Viñuelas organiza con regularidad interesantes seriales de cine y conferencias a mayor gloria de la taurmaquia.
De hecho, sólo tras visitar la otra mañana el Centro me enteré de que la primera piedra de la célebre saga torera aquí alumbrada no fue el Papa Negro -Manuel Mejías Rapela- sino el padre de éste, Manuel Mejías Luján, cuyo magnífico retrato recibe al visitante con adusto gesto de matador de pelo en pecho de toda índole de dragones, como esos cuyos restos Viñuelas, arqueólogo a la sazón, de cuando en cuando encuentra, fosilizados, por esos campos de Dios. No cabe duda de lo mucho que el toreo tiene de experiencia arqueológica, de retroceso y retorno al secreto activador no ya de la civilización, sino de la propia Creación, por aquello de la lucha contra el monstruo mitológico, enemigo al tiempo que maestro y luz.
Tras degustar un suculento arroz en la caseta de los amigos, Javier Viñuelas nos conduce con andares de caballero de relato de Joan Perucho hasta la plaza, alzada junto al recinto ferial. Él e Isaac Ortega van a oficiar como asesores de la presidencia del festejo, ejercida por Antonio Carmona, alcalde de la ilustre villa. Y, a poco de tomar la terna asiento en el palco, surge un inconveniente: ninguno de sus componentes ha traído pañuelo. ¿Cómo, pues, conceder las orejas?
Susurra alguien que no basta con conseguir el blanco, que también hace falta el verde. Pero nadie, a todas luces, cuenta con la eventualidad de devolver toros al corral, así que todo se solventa cuando Eugenio Naranjo, el ganadero de hoy, cuyas reses pastan cerca de Trujillo, se echa la mano al bolsillo para extraer de él el suyo, blanco e impoluto como el manto de la Verónica.
Se arranca ya la murga y se inicia el paseíllo, encabezado por el jovencísimo rejoneador Adrián Venegas, a cuyos caracoleos serán otorgadas las dos primeras orejas de una tarde en la que, pese a lucir el sol con la efervescencia de la variedad de limón conocida como Mano de Buddha, el pertinaz viento va a molestar mucho a los toreros. En realidad, el desarrollo del festejo puede resumirse a la perfección en este pasaje de El arte de matar dragones, la novela de Ignacio del Valle: “La vida, como los toros, siempre acaba por echársete encima, y entonces o te mueves o te quedas quieto. Claro que también puedes jugar al despiste, y fingir que vas a hacer una cosa y luego hacer otra”.
En los festejos sin picadores el ganado suele llegar díscolo al último tercio, y los dragones de Eugenio Naranjo no van a ser una excepción. Hay, por tanto, que jugar al despiste. En su primero nos interesa mucho El Chorlo, natural de la vecina Llerena y reciente triunfador en Madrid merced a su trasteo de dominio a un novillo nada fácil. Lidiador con cabeza para entender al adversario, nos sorprende encontrarnos en esta época con un novillero que recuerda -por colocación y, en gran medida, acentuación- la línea de torero que debió ser -pues no le vimos en los ruedos- Luis Miguel. Buena cosa es que -en los doblones de inicio, en los naturales ayudándose con el estoque- se nos haya aparecido la sombra de un Dominguín en la tierra de los Bienvenida.
Sale el cuarto. Se va acercando el momento de volver a la caseta a ver si Isaac Ortega quiere cantarnos un poco por Sabina y Bambino. A este postrero del festejo le da en el quite Alejandro Gil dos buenas, sedosas chicuelinas antes de ser revolcado al intentar ligar la tercera. Debe ser la primera vez que este alumno de la escuela de Mérida se pone delante de un dragón con el cuajo de este. Por ello, estas dos chicuelinas, así como antes, con su eral, varios de sus naturales y de sus lances de recibo destilan el encanto de la ilusionada inocencia.
Caen más orejas e incluso, para El Chorlo, muy valiente y certerísimo estoqueador con este último, un rabo. No en vano toma delante de mí asiento nada menos que Pedro Regalado, presidente de la peña flamenca local, que se llama como el santo patrón de los hombres de luces y oficia hoy, sin duda alguna, como su representante en la Tierra. Creo de rigor que este caballero sea invitado en calidad de talismán propiciatorio a la barrera de las principales ferias de España, Francia y América. También, por cierto, están sonando ahora los olés en Madrid, allí para Pablo Aguado. “No hubo”, leeremos el día después a Barquerito, “muletazo que no tuviera por subrayado un olé rugido”.
Ya salen a hombros los toreros bajo el fuerte airón, y nosotros tras ellos, camino de la caseta de las libaciones. ¡Larga vida al toreo y al dragón, clamamos!
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