Los que no quieren que escuches el latido, mi latido, te ofrecen derechos. Derechos para mudar tu vientre en un patíbulo, tu vida en un remordimiento y tu futuro en un tormento. No oirás mi latido, pero sí mi lamento. Eternamente. Lo sé porque yo si te oigo a ti, madre. Oigo tus lágrimas y tu voz, tu latido y tu respiración. Las oiré siempre. También después de morir en tu vientre.
Los que no quieren que escuches mi latido te regalan una legislación, primitiva en su atroz barbarie que, socapa de la deificación de tu libertad, vulnera el primero de tus deberes y el más legítimo y primario de tus derechos: custodiar mi vida, madre. Ser el centinela que me guarda y el zapador que desbroza mi camino, ser mi pan y mi abecedario, mi bálsamo, las manos que me abrigan y me guían.
Ellos aprovechan tus miedos, tus dudas y tu inseguridad para ofrecerte el derecho a la guadaña. Prefieren su filo a mi latido, por eso no quieren que me escuches, madre. En la oscuridad de tu miedo lleva tus manos a la cuna en la que habito, tu vientre, madre, y me oirás. Escucharás mi latido y viviremos los dos en la Luz porque así está escrito desde que me concebiste, madre.
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