Nada más consumar su aplastante victoria, después de señalarse la cabeza, el corazón y los cojones, Novak Djokovic elevó la mirada al cielo y dio gracias a Dios. Después se fundió en un abrazo con amigos y familiares y rompió a llorar. Pero Djokovic no imitó a esos planchabragas que lloran ante las cámaras por cualquier chuminada, sino que esquivó su escrutinio, para que no quedara registro de su llanto. En ese llanto viril, hermosamente hurtado a las cámaras, estábamos representados todos los que a lo largo de los últimos años hemos padecido persecuciones y hostigamientos; todos los que, estigmatizados por la chusma mediática y médica, acosados por gobernantes inicuos, abandonados o mirados con recelo por nuestros amigos y familiares más memos, decidimos arrostrar una vida de perros sarnosos a cambio de mantener nuestros cuerpos, que son templos del Espíritu, alejados de las terapias génicas experimentales. Gracias por cada una de tus preciosas lágrimas, Nole; ninguna fue derramada en vano.
Cualquier aficionado al tenis sabe que nunca ha existido un jugador con tan imperial gama de golpes y con tan felino instinto como Djokovic; pero para sobreponerse a un golpe tan ensañado como el que padeció hace un año en Australia, para no dejarse ahogar por la desesperanza o la rabia, hacen falta una fortaleza (cabeza), una magnanimidad (corazón) y una valentía (cojones) fuera de lo común. Djokovic no se estaba enfrentando tan sólo a sus rivales, sino a un cúmulo de circunstancias hostiles que sólo se podían vencer con la ayuda de Dios. Sin duda, su carácter terco y sufrido, forjado en una niñez terrible, lo ayudó; pero la mayor ayuda, en medio de un mundo acechado por las tinieblas, ha venido de lo alto. Djokovic lo sabe bien; y también lo sabemos quienes estábamos incluidos en su llanto.
Sorprende que las masas tragacionistas no se pregunten (o no se atrevan a preguntarse, temerosas de la respuesta) la razón por la que un tenista de treinta y cinco años derrota en sets corridos, un partido tras otro, a rivales que son diez o quince años más jóvenes que él, demostrando una velocidad de reacción y un fondo físico muy superior a todos ellos. Es la misma razón por la que un gordo maldito como yo escribe mejor que todos los escritores asténicos y sistémicos de España puestos en fila india. No nos hemos dejado envenenar la sangre y el alma; y Dios, que ve en lo oscuro, nos lo recompensa.
Y ¡vive Dios! que así es.
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