El parche del milagro para la Crítica
José Ramón Márquez
Olivenza, 04/03/2012.- Padilla en Olivenza con cuvis. No vamos a pedir una de Isaías y Tulio Vázquez para esa amable plaza y para los dos que van en el cartel detrás de él. A fin de cuentas esto de Olivenza es una agradable creación para el principio de la temporada, y está orientada más bien a la parte selecta del escalafón; vamos, que no está en el guión lo de meter allí bichos de esos tan ordinarios que vayan a ponerse a decir: ‘¡Aquí estoy yo!’
Se quiere significar con esto que el bueno de Juan José Padilla, El Ciclón de Jerez, si ha tenido cabida en esos delicados carteles ha sido por causa de la cogida que le ha dejado tuerto y no por lo que podríamos llamar ‘méritos propios’, pues los méritos que se estiman en los toreros a la hora de confeccionar los carteles de la simpática feria de Olivenza van más bien orientados hacia esa mostrenca creación llamada ‘el arte’, aunque también se nutren de esos confusos tropos que suelen poner en marcha los terminales propagandísticos, autores de esas arriesgadas metonimias sobre la importancia, así como de aquellos matadores que hayan hecho el cumplido y necesario meritoriaje en la cosa audiovisual, tanto en la parte de venta de perfumes o ropajes como en la de ventilación de las intimidades frente a las cámaras. Como se ve, a gente como Padilla les queda poco recorrido en la hospitalaria Olivenza, salvo por causas de fuerza mayor.
Porque, frente a los méritos innegables de los elegidos por la causa del arte, de los tropos o de la televisión, lo que a este Padilla le lleva a Olivenza es tan sólo, ni más ni menos, que una tremenda cornada, de la que por cierto sale como un tío, sin alharacas, es decir, sin la participación del doctor Rogelio, sin transfusiones de miles de litros de sangre y sin la milimétrica e interesada publicidad de los avatares de su recuperación.
Y junto a esa indiscutible credencial, como refuerzo de sus méritos, Padilla presenta un pavoroso historial de miuras, de victorinos, de cebadas, de cuadris, de doloresaguirres muertos a estoque por su mano; y también, ¡ay Señor!, un álbum lleno de recortes de los periódicos en los que algunos de los que hoy le llaman, al sol que más calienta y con los ojos arrasados en lágrimas, héroe y Ciclón, le motejaban no hace mucho de payaso, bufón, mentecato, vivales y no sé cuantas cosas más. Se ve que el parche del ojo hace milagros, que parece el parche Sor Virginia; su intercesión ha conseguido que aquellos que con tanta furia le denostaban no hace tanto le hayan dado un indulto, no se sabe por cuánto tiempo, que ya ni siquiera se fijan en la manera en que se lía Padilla para hacer el paseo, cosa que tantísimo les ofendía antes de la cornada de Zaragoza.
Padilla, todo simpatía, es de los pocos que aún tienen algo que ver con el torero entendido como héroe popular, seña inconfundible de la identidad de los coletas hasta no hace tanto tiempo. Frente al falso sentido trágico que tan sabiamente explotó el Lázaro de Aguascalientes, Padilla ha puesto a lo largo de su convalecencia la decencia, la discreción y la ausencia de cálculo interesado de un matador de toros -y aquí es inevitable el recuerdo del Tato, pretendiendo torear con una prótesis en Sevilla y Badajoz- para quien el toro lo es todo.
La buena noticia de esta tarde es su rapidísima recuperación y sus ansias de volver a estar frente al toro; la óptima es que en julio estará en Pamplona a que le canten ‘Padilla maravilla’ los del sol, mientras él en el ruedo despacha a un Miura.
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