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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

sábado, 21 de septiembre de 2013

Vamos a abandonar los complejos: reclamemos nuestros derechos.



Si no hay un cataclismo, nada previsible, en la aritmética parlamentaria, estamos tan solo a unas semanas de que la Tauromaquia como tal disciplina cultural sea solemnizada en las páginas del Boletín Oficial del Estado con rango de Ley. Un hecho nunca hasta ahora conocido, que si todos saben aprovechar puede suponer un antes y un después. Sea cual sea su texto final, el logro se debe a esos 600.000 ciudadanos que firmaron la ILP: sin su empeño no se habría llegado hasta aquí. En esta coyuntura, ha llegado la hora de que reclamemos nuestros derechos, sin complejos y sin maximalismos. Y hacerlo como se hizo siempre, porque los aficionados, a diferencia de otros, nunca hemos necesitado insultar a quienes piensan de otra forma; tan sólo exigimos el mismo respeto que tenemos con ellos.

Cuando estamos a semanas de entrar en el BOE
Vamos a abandonar los complejos: reclamemos nuestros derechos.

En el orden del día del pleno del Congreso de la próxima semana, en su jornada del jueves día 26, a partir de las 9 de la mañana, está incluido el debate y votación de las cinco enmiendas a la totalidad presentadas al proyecto de ley surgido de la ILP sobre la Tauromaquia.

Según la actual aritmética parlamentaria, ninguna de ellas cuenta de antemano con apoyos para alcanzar la mayoría necesaria para prosperar. Con lo cual, la Comisión de Cultura asumirá todo el protagonismo a la hora de introducir los cambios y matizaciones que la ILP necesita. Y aunque se haga a través de las enmiendas a su articulado, nada impide que los modificaciones que se introduzcan sean sobre aspectos sustantivos del proyecto de ley.

Este hecho no debiera entenderse como un cierto revés, o un desaire, para la concretas pretensiones de los 600.000 ciudadanos que firmaron la ILP. No se trata de enmendarles la plana; se trata, por el contrario, de hacer viable jurídicamente, a partir del ordenamiento legal vigente, esta nueva concepción de la Tauromaquia. Pero una cosa debiera quedar clara: sin la movilización ciudadana hoy no estaríamos en puertas de abrir una nueva etapa. Por tanto, el mérito de este logro les corresponde por entero, sea cual sea la textualidad de la futura ley, y así se les debiera reconocer y agradecer.

Pero sentado lo anterior, que es mucho más una simple cortesía, quienes amamos la Tauromaquia no vendría mal que reflexionáramos un poco acerca de cuál es la posición más conveniente que debiéramos adoptar ante esta nueva Ley.

En este sentido, incluso antes de entrar en los contenidos específicos, bajo nuestro punto de vista puede ser aconsejable que, en primer y principal término, tiremos por la ventana cualquier tipo de complejos. Vamos a dejarnos de circunloquios: no pedimos favores, ni solicitamos consuelos; lo que estamos haciendo al defender la Tauromaquia es reclamar los derechos que nos están reconocidos. Ni más, ni menos. Y por tanto hay que reclamarlos con claridad y de manera rotunda. Diríase que tenemos que reclamarlos con el mismo desparpajo que los antitaurinos exigen cambios, incluso contra la legalidad vigente y contra la propia realidad histórica.

En ocasiones, más bien parece que para no molestar no se sabe bien que clase de sensibilidades, hay que comenzar pidiendo excusas y haciendo concesiones, antes de defender algo a favor de la Tauromaquia. Cosas ambas que a nosotros nadie nos concede, sino que directamente nos descalifican de manera inmisericorde y casi sin opción a defendernos.

Un ejemplo palmario. En ocasiones como si fuera para hacernos perdonar nuestras aficiones, primero tenemos que hacer la renuncia expresa a cualquier ayuda del Estado. Sin ir más lejos, lo hace la enmienda a la totalidad de UPyD. No decimos que la Tauromaquia necesite para vivir colgarse de los Presupuestos públicos. Lo que afirmamos es que nada malo se haría si en los casos que procedan se reclaman dichas ayudas. Y, paralelamente, con Montoro y sin Montoro, en nada ilegal y perverso incurriría el Estado si las concediera.

¿Acaso no cuentan con toda legitimidad las cuantiosas ayudas que presta el Estado a la industria cinematográfica? A nadie escandaliza que así ocurra. Ni los que hasta ahora tanto parecen preocuparse por la salud intelectual y moral de la infancia dicen una sola palabra, cuando en el cine actual se contienen unos niveles ilimitados de violencia de todo tipo, desde el crimen a las drogas, desde la violencia doméstica a los malos tratos a las personas. (Entre paréntesis: una fuente nada sospechosa como el diario “El País” informaba hace unos meses que, en opinión de los expertos, el 80% de los contenidos de la televisión en horario infantil protegido no son aptos para niños. Y aquí no pasa nada).

Otro ejemplo. Propone CiU que por ley las televisiones públicas desconecten en el territorio catalán cuando hagan una retrasmisión taurina. Aceptar esto es tanto como aceptar, y con rango de ley, el peor modo de censura previa. En nada se diferenciaría si pidieran que cuando en un Telediario se critique la Diada las televisiones también tengan que desconectar. ¿Por la paz entre las comunidades nos tenemos que callar?, ¿para que los nacionalistas no se molesten demasiado es mejor obviar el tema? Pues no, no hay que callarse. Hay que decir con todas las palabras que ese es un modo perverso de censura, incompatible con una sociedad democrática.

Pero lo mismo que nuestras verdades y nuestros derechos no tenemos por qué meterlos en ningún armario, de igual forma --y a diferencia de lo que hacen los antitaurinos-- resulta innecesario que nuestras reclamaciones se hagan de manera abrupta, sobre la base de las descalificaciones hasta personales. Decir las cosas claras --sujeto, verbo y predicado-- no necesita del insulto, ni de la condena al averno de los que piensan de manera diferente. Algunos, erróneamente a nuestro entender, consideran que esto pueden ser blandenguerías innecesarias. Y no: es respeto a la diversidad, que un aficionado aprendió desde el primer día, por más apasionado que luego se muestre a favor de su torero.

Puede ser más sutil, pero en el mismo equipaje deberíamos meter la sensibilidad para saber entrever que hasta la victoria final no se llega sino ganando día a día una batalla. Los maximalismos suelen ser malos compañeros de viaje, incluso cuando nos asiste la razón. Y esto viene a cuento del propio contenido final que pueda tener la ley.

Sigamos en la vía del ejemplo. ¿Deberíamos considerar que la futura ley sería inútil y vana si así que llegue marzo las puertas de la Monumental de Barcelona no se abren para una corrida de toros? No nos engañemos, para algunos es el baremo de medir. No dudamos que lo hacen con la legitimidad que otorga la propia diversidad. Pero tampoco dudamos que eso supone tal grado de minusvaloración de lo que puede suponer esta ley, que la reduce a un simple papel mojado. Y desde luego, no es eso.

Si la ley llega a buen puerto, como todos deseamos, se habrá dado un paso como nunca antes se había conseguido. Que la Tauromaquia alcance un reconocimiento expreso en las leyes ya es de por sí un logro trascendental. Lo es incluso en el mero campo conceptual, pero lo es además porque a partir de ahí se puede construir un futuro distinto en todos los órdenes.

Sin embargo, a poco que se piense nos damos cuenta que todo esto necesita del requisito necesario de la unidad en lo fundamental de quienes apostamos por la Tauromaquia. Cuando lo que anda en juego es el principio de nuestro futuro común, no parece que sea el momento para montar banderías, por más que puedan tener un fondo de legitimidad.

Como nada hay más diverso que el mundo taurino, en el que cada cual y en la medida que puede campa por sus respetos, estamos acostumbrados a que las mayores polémicas no se plantean con los detractores, sino entre nosotros mismos, con los que en muchas ocasiones somos hipercríticos.

Si por unos días arrumbáramos esta costumbre, nada malo se haría. Vamos primero a ganar la batalla de ver a la Tauromaquia como tal en las páginas del Boletín oficial del Estado. Luego tiempo habrá de plantear esa pregunta tan usual entre los españoles: “¿Y qué hay de lo mío?”.
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