Adiós al Dos de Mayo
José Ramón Márquez
El día dos de mayo de 1914 no había Plaza de Las Ventas, ni falta que hacía, que había una Plaza bien bonita con su Avenida de la Plaza de Toros y todo, ni había Comunidad Autónoma ni falta que hacía, ni había Abella, a quien todos sus íntimos llaman Abeya, ni había Faustino Inchausti “Tinín”, ni Choperitas, ni Matilla, ni Simón Casas, que estaba Mosquera de empresario. El día dos de mayo de 1914 se dio en Madrid una corrida en la que por primera vez en la Corte, y junto a Rafael el Gallo, se encontraron Maravilla y Terremoto, José y Juan, Gallito y Belmonte, con toros de don Juan Contreras. En esa época el dos de mayo se conmemoraba la lucha de los patriotas contra los franceses y el inicio de la Guerra de la Independencia.
Han pasado ya casi cien años desde aquel día. Hoy apenas hay interés en recordar nada que tenga que ver con el heroísmo, y la moderna sensibilidad ha travestido la gloriosa efemérides en inane día de la Comunidad, día conmemorativo de ese invento mostrenco e inútil entre cuyas competencias se encuentra la organización de la corrida del dos de mayo. Y a uno, que no tiene ni idea de esas cosas, le entra el sudor frío de pensar si todo lo que organiza la dichosa Comunidad lo hará igual de bien que la corrida de su día grande.
Alguien de la dichosa Comunidad debería preguntarse a qué se debe la paupérrima entrada que se registró ayer en Las Ventas, que si ayer llegan a anunciar a José y a Juan seguro que no hubiésemos ido más de los que fuimos. Es que por no ir ni apareció por allí la presidenta, Esperanza Aguirre, ni el impar Chino González del que depende la cosa taurómaca, ni nadie de más rango que Abella por parte del engendro Comunidad; y lo mismo por parte del Concejo, que allí ni asomó la alcaldesa ni algún vicealcalde de esos, que al final a quien le tocó la cosa municipal fue a Álvarez del Manzano, alcalde emérito.
Digo yo que si los comunitarios ya ven que la cosa va a dar una entrada tan penosa como la de ayer, lo suyo es que regalen las entradas por los pueblos o a los simpatizantes del partido, o que pongan las entradas a treinta céntimos o que rifen un puesto de trabajo de asesor de lo que sea entre el tercero y el cuarto toro... ¡qué se yo! Total, si tiran el dinero en espectáculos teatrales prescindibles, en la edición de catálogos que se van enteros a los almacenes sin vender ni medio, en pagar absurdas carrozas de carnaval, en los abusivos carriles bici o en todas esas carreras, solidarias o no, que hay cada domingo por la mañana en Madrid, ya podían haberle echado un poco de imaginación para que el día de su fiesta, de su Comunidad, la Plaza tuviese una buena entrada, es decir un lleno o casi.
Y no hablamos más que de llenar el aforo, que lo de hermosear la Plaza entra ya más en cuestión de gustos y ahí la cosa se complica entre los que recelan de ese ornamento a base de macetas de Damocles que penden sobre los habitantes de la fila 27, los que no ven clara la decoración a base de banderas nacionales, los que quieren que desaparezcan las banderas de la tal Comunidad, e incluso hay quien aboga por el retorno de la gorra de plato a los porteros y de la americana refulgente a los inspectores; aunque muchos nos daríamos con un canto en los dientes sólo con que, antes del inicio de cada temporada, le diesen a la Plaza una manita de pintura para que el orín no asomase, amarillento y anaranjado, entre las comisuras de las barandillas.
***
No hay comentarios:
Publicar un comentario