George Soros
Suponemos que, para el cacique global y exhúngaro, “civilización” debe de ser casi sinónimo de “Occidente” y, en este caso, tiene hartos motivos para defenderlo, ya que lo ha comprado y lo ha reformado a su capricho. Sí, el Occidente del siglo XXI ya no es la civilización heredera de las catedrales góticas, las madonas renacentistas y los palacios barrocos. Tampoco lo es de sus pueblos y naciones, que conformaron una sola cultura europea gracias a la variedad de sus tradiciones locales y a la herencia grecorromana.
El cortijo de Occidente
--En Rusia, la nación hace desaparecer a los oligarcas y, en Occidente, los oligarcas han hecho desaparecer a las naciones.
Sertorio
El Manifiesto / 08 de junio de 2022
El pasado 24 de mayo, en el foro de usureros de Davos, el soi–disant filántropo y evidente agiotista George Soros hizo un llamamiento a la guerra contra Putin, con el fin de salvar al planeta del cambio climático y del “caos” con que parece que nos amenaza Rusia. Elogió al gobierno ucraniano por no sentarse a negociar la paz con Moscú y también tuvo su momento de emotivo recuerdo a los países de la Unión mal llamada “Europea”, que han optado por el suicidio energético antes que por un arreglo diplomático, todo a mayor gloria y beneficio de los Estados Unidos. El nonagenario Harpagón tiene sus motivos: recordemos que la diferencia esencial, lo que hace incompatibles a Rusia y Occidente, es que, en Rusia, la nación hace desaparecer a los oligarcas y, en Occidente, los oligarcas han hecho desaparecer a las naciones. Para Soros, está claro que la “civilización” —es decir, el control del mundo por unos cuantos multimillonarios— depende de la derrota de Rusia en el Donbass, evento a día de hoy muy poco probable; por lo tanto, su “civilización” cada vez corre mayor peligro.
Suponemos que, para el cacique global y exhúngaro, “civilización” debe de ser casi sinónimo de “Occidente” y, en este caso, tiene hartos motivos para defenderlo, ya que lo ha comprado y lo ha reformado a su capricho. Sí, el Occidente del siglo XXI ya no es la civilización heredera de las catedrales góticas, las madonas renacentistas y los palacios barrocos. Tampoco lo es de sus pueblos y naciones, que conformaron una sola cultura europea gracias a la variedad de sus tradiciones locales y a la herencia grecorromana. No es la actual Europa la de Ulises y Don Quijote, sino la de Popper y Shylock. Todo nuestro legado tradicional ha sido hecho trizas —deconstruido— y tirado a la basura por universitarios e intelectuales de todo pelaje, que han desarrollado en los últimos cincuenta años la industria de la culpa y enseñan desde las cátedras y las televisiones, todas subvencionadas por Soros y sus compadres, que las creaciones de nuestra cultura son el fruto del machismo, el sexismo, el racismo, el imperialismo, el militarismo, el fanatismo religioso y el nacionalismo, todo lo cual culmina en un “ismo” definitivo, máximo, auténtica abominación de la desolación del liberalismo totalitario que nos domina: el supremacismo.
Si usted disfruta del teatro de Calderón, de los lienzos de Caravaggio, de los acordes de Haydn o de los alardes arquitectónicos del divino Borromini y le parecen las cumbres de una civilización excelente, entonces usted es un supremacista. Si considera que Colón, Cortés, Vasco de Gama y Magallanes fueron unos héroes y su obra benemérita, ha subido en un grado su maldad: ya es un racista. Y si piensa que la familia y la religión tradicional daban un lugar en el mundo al hombre, que lo integraban orgánicamente en una comunidad orientada hacia el bien común y unida por lazos de fe, linaje e historia, entonces ya es usted peor que Putin, Shoigú y Kadyrov juntos.
La cárcel global, el panóptico informático al que nos han aherrojado los ricachones de Davos, se cimenta precisamente sobre la destrucción de los lazos orgánicos que han formado toda cultura que haya existido en la tierra: la familia, la religión y la patria deben diluirse en el Nuevo Orden Mundial, dictadura malthusiana que exige la reducción de la persona a la categoría de mónada sin nación, sin Dios, sin hijos y hasta sin sexo: un simple individuo, un número que consume, produce, enferma, obedece y cree en lo que haya que creer: en la nueva pandemia que nos promete Bill Gates, en los armagedones climáticos y climatéricos de la niña Greta, en las aberraciones de género de las universidades americanas, en la culpa colectiva del hombre europeo, en los metaversos del charlatán de feria Zuckerberg o en las “verdades” de las falaces verificadoras que ellos pagan. A eso, a un creyente sin alma ni cerebro, ha quedado reducido el hombre occidental: un consumidor de tratamientos médicos que espera delante de una pantalla su inevitable sustitución por mano de obra más barata. Por primera vez en la historia, el europeo ya no trabaja por sus hijos, por su descendencia, sino para la progenie de otros.
Occidente hoy
¿Qué es Occidente hoy? Un club de millonarios. De megamillonarios, para ser más exactos. Los pueblos y las naciones de Europa están en pleno proceso de extinción y amalgama, todo para configurar un melting pot sin tradición, sin patria, al que sólo liga la idolatría del mercado. Sin sangre, sin pasado, sin raíces, como un Hong Kong o un Singapur a escala continental. Todos iguales por el rasero más bajo, todos semejantes y nadie diferente. El sueño húmedo de la socialdemocracia europea. Y, ante todo, el culto del vacío, de lo estéril: la ligadura de trompas como seña de identidad del Occidente plutocrático; el biocontrol como próxima meta del capitalismo desencadenado y rabioso que padecemos.
El Occidente de Soros y de sus sayones de la OTAN es una gran clínica de abortos, es una avenida llena de chusma celebrando el Gay Pride, es una turba de feminazis con las bragas enrojecidas, es el derribo de las estatuas de Colón, de Junípero Serra, de Cervantes.
Por este cortijo de unos cuantos señoritos apátridas, ¿vamos a pasar frío y puede que hambre en invierno?
El Occidente de Bruselas son los niños a los que cambian de sexo, pero a los que no les dejan ir a los toros. Occidente es la iglesia vacía y la mezquita que se construye en nuestro barrio. Occidente es la destrucción y condena de nuestros antepasados y de sus creaciones. Occidente es el puente histórico de Rotterdam, que se derriba para que pase el yate faraónico de Jeff Bezos, Trimalción moderno y enterrador del pequeño comercio. Occidente es el tongo ucrogay en el pandemónium de cacofonías, horteradas y dislates de Eurovisión. Occidente son los monigotes políticos como Macron, Trudeau o Sánchez, empleados de la oligarquía cuya función es sacrificar el interés nacional ante la cuenta de resultados de los cresos de Davos. Occidente es la empresa familiar que cierra y la franquicia multinacional que abre. Occidente es una ciudad llena y los campos vacíos. Occidente es el culto del cuerpo y la muerte del alma. Y Occidente es usura y es Soros, la hacienda yerma que esquilman los que, como dijo Pound, “han traído putas para Eleusis”.
¿Y por este cortijo de unos cuantos señoritos apátridas vamos a pasar frío y puede que hambre en un invierno que cada día está más próximo?
Si la antítesis de esta “civilización” es Rusia, entonces tenemos motivos de sobra para desear la victoria de Putin.
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