Pero no. Los nuevos tiempos, al contrario de lo que cabría imaginar, traen restricciones y recortes en no pocos aspectos de nuestra vida. Y ataques y campañas en contra de todo aquello que no encaja en los modernos manuales de buenismo y tolerancia, aplicada, a lo que se ve, sólo para lo que quien dicta esas normas considera.
Y, ay, el espectáculo taurino no entra dentro de lo políticamente correcto, esa abominable corriente que tanto daño está haciendo no sólo a la fiesta nacional. Ya se ha dicho antes y muchas veces.
Sólo que hay que insistir. La plaza Santamaría de Bogotá, por poner un ejemplo cercano y de actualidad, no ha podido abrir este año sus puertas ni celebrar festejo alguno por las trabas impuestas a su funcionamiento. Uno de los cosos más importantes del mundo, y, por supuesto, principal en Hispanoamérica, cuando se cumplen 91 años de su inauguración, ha visto como las autoridades locales de Bogotá han hecho lo posible e imposible para que permanezca inactivo. La sombra del trístemente célebre alcalde Petro es alargada y el Acuerdo 767 de 2020 aprobado por el Concejo municipal, “por el cual se desincentivan las prácticas taurinas”, hace inviable en la práctica el montaje de festejos.
También en Méjico hay campaña en contra, pese a que se lucha con denuedo y eficacia por impedir que los antitaurinos se salgan con la suya. El Pleno del Concejo de la Municipalidad de Lima aprobó el año pasado el proyecto de diferentes colectivos antitaurinos llamado 'Acho Sin Toros', que pretende cambiar el uso natural de Acho para no permitir que la Sociedad de Beneficencia de Lima Metropolitana lo arriende para espectáculos públicos donde se ejerza lo que denominan “cualquier tipo de tortura contra los animales”.
Por no hablar de España, donde hasta en Andalucía, y con gente del PP a la cabeza, se pide la abolición de los toros.
Hace unos días se cumplía el aniversario de la prohibición que decretó Carlos IV, uno de nuestros reyes más ineptos e inútiles, que permitió que un simple guardia de corps no sólo se trajinara a su señora esposa la Reina, sino que se hiciera con las riendas del gobierno de la nación y le ninguneara. O que su propio hijo le mandase como rehén a Francia y Napoleón intentara hacerse el amo del corral. Sólo la caza le interesaba y cuando le dijeron que había que prohibir las corridas de toros pues, hale, a firmar tan contento, eso sí, con excepción de los festejos benéficos, mira que listillo...
Una prohibición que, como la que impuso en 1576 el Papa Pío V, explicando que las corridas eran “espectáculos vergonzosos, en los que ningún cristiano debía participar”, no tuvo mucho recorrido, puesto que Felipe II maniobró con astucia e inteligencia para desactivar la bula papal contra “la pagana costumbre de lidiar toros”, argumentando que “los españoles son gente levantisca y fogosa que no tolerarán con buenos ojos el quedarse sin toros y se perderían muchas almas”, y al acabar la Guerra de Independencia, la gente ya no echó cuentas a lo que dictase el Rey cazador y los festejos taurinos volvieron a celebrarse como si tal cosa.
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