Entiendo las buenas intenciones de algunos compañeros de prensa cuando en sus crónicas abultan el aforo ocupado. Pero demasiadas veces la verdad es otra menos boyante y convendría afrontarla de frente para hacer autocrítica y buscar remedio antes de que sea demasiado tarde. Hablo de Alicante y de Castellón porque es lo que recién he vivido, aunque ejemplos equivalentes hay demasiados. En ambas ciudades, con carteles muy rematados que anunciaban a lo más atractivo del escalafón, los tendidos no consiguieron poblarse más allá de la mitad de su cabida. Sorprendente.
Roca Rey fue el más taquillero en Las Hogueras alicantinas, donde se metieron casi tres cuartos de entrada. Esa fue la excepción positiva. Sólo un día después, en el San Juan castellonense no se vendieron ni la mitad de las entradas a pesar de que el diestro peruano estaba acompañado por El Juli y Manzanares. En la corrida de Miura, no se alcanzó ni el tercio de capacidad. Alicante abrió sus puertas días antes de la cremá, el día de la cremá y después de la cremá; en jornadas que coincidían con actos festivos y en otras en las que la agenda estaba vacía. Había sobradas opciones si de verdad se quería ir a los toros.
¿Qué ha pasado para que no haya sido así? Las razones pueden ser variadas y además es muy probable que se solapen. El importe de los boletos es caro, al menos demasiado alto para que la gente se anime a rascarse el bolsillo en número suficiente. En Madrid los precios se han mantenido bastante estables en relación a los que imperaban antes de la pandemia, pero en el resto de cosos en general se ha incrementado. En la capital de L’Alacantí una andanada de sol costaba 32 euros; arriba de todo, junto a las banderas, y con el astro rey calentando de principio a fin de la función. La broma de ir a la plaza con la pareja y comer o cenar salía por 120 euros por tarde yendo a lo económico. Bufff… la mayoría de economías familiares parece que no está para eso.
A esta circunstancia hay que añadir que muchos aficionados acaban de ver uno tras otro los ciclos de Sevilla y Madrid, y una gran parte de ellos tiene saciada su ansia de toreo, máxime si es a tarifa VIP aunque su plaza sea estándar. Así las cosas, los empresarios hacen cálculos milimétricos de rentabilidad y se conforman con vender las entradas justas para no perder dinero. Renegocian a la baja con los matadores y no les suben un céntimo el pago a los ganaderos, a pesar de que ellos están sufriendo como nadie las consecuencias del encarecimiento de los carburantes, energía y alimentación.
Resulta evidente que los empresarios están para organizar buenos carteles -lo que ha ocurrido en los casos de los que estamos hablando- y para ganar dinero. Si la segunda premisa no se cumple, de inmediato se produce una reducción de la inversión y con ello una merma de la calidad del espectáculo, y si así no se subsanan las pérdidas se pasa finalmente al cese de la actividad.
Urge encontrar soluciones. Conseguir que las Administraciones rebajen cargas impositivas sería un logro que ha de intentarse después de que los profesionales den ejemplo y adapten sus honorarios a la situación, porque la imagen de media plaza ocupada no es la mejor para la salud de la tauromaquia.
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