Este sueño de cada día, que eleva las miras más allá y más allá, se hizo realidad en la plaza de toros de Las Ventas. De hecho, cada comparecencia en Madrid es una nueva esperanza. Una prolongación de deseos en ese universo de lances y pases que el artista forja con la noble bravura como materia prima válida para esculpir el toreo. La memoria, poderosa diosa enemiga del olvido, mantendrá por siempre grabado el excepcional, apasionante y desbordante hacer de quien ofreció el pasado miércoles delante de su majestad el rey Felipe VI una tauromaquia de belleza estremecedora sin dejar de clamar por la preceptiva pureza. Una auténtica joya de orfebrería morantista.
Y es que Morante de la Puebla toreó. Y lo hizo de una forma detallista, pura, generosa y embaucadora. Con una alta capacidad de ingenio capaz de inventar lo sublime para expresar su admirable estilo. Le volaron los dedos para mecer el capote de la misma manera que ralentizó la naturalidad de una muleta henchida de gracia y encanto. Su valor y enorme calidad artística estuvieron en el vehículo del que se sirvió para transmitir la intensidad de su concepto y conservar en estado puro el toreo que le define. Y el público madrileño se sintió recompensado por una tauromaquia, tan diferencial y emotiva, que hizo del natural lo que antes dijo con la mano derecha: convertir el toreo en espejo de su realidad. Un toreo que transcendió mucho más allá de la merecida oreja. Porque todos los que lo vimos entendimos que el torero cigarrero lo que verdaderamente merecía era abrir de par en par la Puerta Grande de los sueños.
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