El picador ante el rostro de LuciferDetalle
Las Ventas. El rostro de Lucifer
Domingo, 8 de mayo de 2011
José Ramón MárquezHoy, toros de los favoritos de Madrid. Santacolomas de Hernández Pla y San Martín, que no me dí cuanta de apuntar los que iban con cada uno de los hierros. Lo de Hernández Pla siempre pivota entre dos recuerdos exagerados: de una parte el gran toro Capitán y de otra aquél cuyo nombre no recuerdo que se metió por debajo del peto y salió por el otro lado. Entre medias, un puñado de grandes toros y algún fiasco que otro. Lo de San Martín es lo que perteneció al peculiar José Chafik, un mexicano que en los diez años que tuvo la ganadería en su poder se hizo un nombre y se ganó el aprecio de no pocos aficionados. Un día almorcé junto a él, hombre modesto y muy religioso, y confesó que el secreto de su longevidad se hallaba en que él todos los días comía pipas de calabaza.
La corrida de esta tarde ha sido totalmente a contrapelo de los tiempos que corren. La verdad es que el público y muchos aficionados van a la plaza a ver a los toreros hacer la faena, la única que hoy en día se concibe, y ahí termina todo. Creo yo que para quien se sienta en su localidad con ese planteamiento, la mayoría de las tardes deben de ser un aburrimiento soporífero plúmbeo e insoportable. Por ejemplo, hoy hemos tenido una entretenida tarde de toros caracterizada por la casta y la variedad de comportamientos, desde el manso pregonado cuarto, Chispero, número 120, hasta el toro de estimable bravura como el tercero, Almendrado, número 102; y no quiero que se me malinterprete, que cuando escribo ‘bravura’ eso no tiene nada que ver con la babosa del cuvillo que indultaron a pachas hace unos días un indocumentado presidente y el triunfador de la pasada feria de Abril.
Los toreros encargados de aviar la tarde fueron López Chaves, Javier Castaño y Eduardo Gallo, lo que se suele decir un genuino cartel charro.
Domingo López Chaves no se entendió con su primero, algo soso, al que no alegró en nada su matador; al contrario, se esmeró en no querer ver la distancia del toro y, ¿es necesario decirlo?, en no meterse en el terreno del animal. Es lo que pasa con el toro de casta, que exige y hay que estar dispuesto a tragarse el miedo, cosa que López Chaves ni intentó. Ante su segundo, el manso Chispero, demostró que no tiene ni idea de lo que es hacer una lidia por la cara y sobre los pies destinada a preparar al toro para la muerte. El inmundo sablazo huyendo con el que despenó al tal Chispero habla elocuentemente de los conocimientos y la predisposición con la que se vino a Madrid por la N-VI.
Javier Castaño tuvo lo que los revistosos en feliz hallazgo bautizaron como el ‘peor lote’. El primero ni se movía y poco pudo hacer el salmantino con él. A su segundo consiguió sacarle muletazos cuando le pisaba el terreno, pero el toro no admitía florituras y en medio de un natural le lanzó un seco derrote que le puso los pitones en el cuello. En cualquier caso, Castaño quiso hacer las cosas bien, llevando al toro sometido y tratando de enhebrar los pases, cosa que en algún momento consiguió.
A Eduardo Gallo le correspondió un toro bravo, lo cual no quiere decir bobo. Acudió al caballo con alegría y empujando en las dos varas que tomó. El torero no se enteró o no se quiso enterar de las condiciones del toro y aplicó la misma tediosa faena que vemos por ahí cada día, con lo que las posibilidades de un triunfo desaparecían ante la atónita mirada de la afición. Al menos la incompetencia de Gallo nos sirvió para recordar la tarde memorable de Domingo Valderrama con Hernández Pla en Madrid hace dieciséis años, citando de largo, mandando una barbaridad, impecable de colocación y de magníficas estocadas, justamente todo de lo que hoy adoleció este Eduardo Gallo que en su segundo, que se medio dejaba, se quiso poner exquisito y tirando los detestables redondos y demás suertecillas achuladas del toreo contemporáneo que tanto abominamos.
Hablábamos al principio del manso cuarto y merece la pena detenerse un momento en él. El toro salió a izquierdas, como casi toda la corrida, y tras dar una vuelta por el anillo se emplazó en los medios sin interés de acometer a los capotes. Ahí estuvo, enterándose, hasta que López Chaves fue a él y, en vez de darle una brega por bajo mandona y dominadora como la que planteó el otro día estupendamente Iván Fandiño en un caso parecido, se medio quiso estirar en unas verónicas que ni tenían sentido ni el toro las demandaba. El tercio de varas fue de los más emocionantes que habremos visto en los últimos tres años. El toro, al sentir la vara se dolía, levantando furiosamente la cara y empujando de forma descompuesta, de cualquier manera. En la primera tiró a José Manuel Quinta, que no es ningún indocumentado, y le había agarrado el puyazo, por la tabla del pescuezo del penco. En la segunda vara presentó otra oleada de furia dolorida y con Quinta queriendo hacer bien las cosas; era como la repetición del combate de Manny Pacquiao contra Shane Mosley de la otra noche. El toro se aplomó en banderillas quedándose reservón y llegó al tercio de muerte esperando y moviéndose sólo si veía que podía coger. La parte de López Chaves ya se glosó más arriba.
David Adalid, de la cuadrilla de Castaño, estuvo hecho un tío toda la tarde, con gran torería tanto con los palos como con el percal y muy atento a las circunstancias de la lidia.
Me hubiese encantado poder ver la forma en que un torero tan suelto, tan sobrado y tan buen estoqueador como Manzanares hubiese resuelto la papeleta con el bravo Almendrado; especialmente comprobar si ante ese oponente era capaz de hacer prevaler su estilo basado en la pierna retrasada y en hacer ir y venir al toro sin romperle, preparándole para innumerables adornos.
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La corrida de esta tarde ha sido totalmente a contrapelo de los tiempos que corren. La verdad es que el público y muchos aficionados van a la plaza a ver a los toreros hacer la faena, la única que hoy en día se concibe, y ahí termina todo. Creo yo que para quien se sienta en su localidad con ese planteamiento, la mayoría de las tardes deben de ser un aburrimiento soporífero plúmbeo e insoportable. Por ejemplo, hoy hemos tenido una entretenida tarde de toros caracterizada por la casta y la variedad de comportamientos, desde el manso pregonado cuarto, Chispero, número 120, hasta el toro de estimable bravura como el tercero, Almendrado, número 102; y no quiero que se me malinterprete, que cuando escribo ‘bravura’ eso no tiene nada que ver con la babosa del cuvillo que indultaron a pachas hace unos días un indocumentado presidente y el triunfador de la pasada feria de Abril.
Los toreros encargados de aviar la tarde fueron López Chaves, Javier Castaño y Eduardo Gallo, lo que se suele decir un genuino cartel charro.
Domingo López Chaves no se entendió con su primero, algo soso, al que no alegró en nada su matador; al contrario, se esmeró en no querer ver la distancia del toro y, ¿es necesario decirlo?, en no meterse en el terreno del animal. Es lo que pasa con el toro de casta, que exige y hay que estar dispuesto a tragarse el miedo, cosa que López Chaves ni intentó. Ante su segundo, el manso Chispero, demostró que no tiene ni idea de lo que es hacer una lidia por la cara y sobre los pies destinada a preparar al toro para la muerte. El inmundo sablazo huyendo con el que despenó al tal Chispero habla elocuentemente de los conocimientos y la predisposición con la que se vino a Madrid por la N-VI.
Javier Castaño tuvo lo que los revistosos en feliz hallazgo bautizaron como el ‘peor lote’. El primero ni se movía y poco pudo hacer el salmantino con él. A su segundo consiguió sacarle muletazos cuando le pisaba el terreno, pero el toro no admitía florituras y en medio de un natural le lanzó un seco derrote que le puso los pitones en el cuello. En cualquier caso, Castaño quiso hacer las cosas bien, llevando al toro sometido y tratando de enhebrar los pases, cosa que en algún momento consiguió.
A Eduardo Gallo le correspondió un toro bravo, lo cual no quiere decir bobo. Acudió al caballo con alegría y empujando en las dos varas que tomó. El torero no se enteró o no se quiso enterar de las condiciones del toro y aplicó la misma tediosa faena que vemos por ahí cada día, con lo que las posibilidades de un triunfo desaparecían ante la atónita mirada de la afición. Al menos la incompetencia de Gallo nos sirvió para recordar la tarde memorable de Domingo Valderrama con Hernández Pla en Madrid hace dieciséis años, citando de largo, mandando una barbaridad, impecable de colocación y de magníficas estocadas, justamente todo de lo que hoy adoleció este Eduardo Gallo que en su segundo, que se medio dejaba, se quiso poner exquisito y tirando los detestables redondos y demás suertecillas achuladas del toreo contemporáneo que tanto abominamos.
Hablábamos al principio del manso cuarto y merece la pena detenerse un momento en él. El toro salió a izquierdas, como casi toda la corrida, y tras dar una vuelta por el anillo se emplazó en los medios sin interés de acometer a los capotes. Ahí estuvo, enterándose, hasta que López Chaves fue a él y, en vez de darle una brega por bajo mandona y dominadora como la que planteó el otro día estupendamente Iván Fandiño en un caso parecido, se medio quiso estirar en unas verónicas que ni tenían sentido ni el toro las demandaba. El tercio de varas fue de los más emocionantes que habremos visto en los últimos tres años. El toro, al sentir la vara se dolía, levantando furiosamente la cara y empujando de forma descompuesta, de cualquier manera. En la primera tiró a José Manuel Quinta, que no es ningún indocumentado, y le había agarrado el puyazo, por la tabla del pescuezo del penco. En la segunda vara presentó otra oleada de furia dolorida y con Quinta queriendo hacer bien las cosas; era como la repetición del combate de Manny Pacquiao contra Shane Mosley de la otra noche. El toro se aplomó en banderillas quedándose reservón y llegó al tercio de muerte esperando y moviéndose sólo si veía que podía coger. La parte de López Chaves ya se glosó más arriba.
David Adalid, de la cuadrilla de Castaño, estuvo hecho un tío toda la tarde, con gran torería tanto con los palos como con el percal y muy atento a las circunstancias de la lidia.
Me hubiese encantado poder ver la forma en que un torero tan suelto, tan sobrado y tan buen estoqueador como Manzanares hubiese resuelto la papeleta con el bravo Almendrado; especialmente comprobar si ante ese oponente era capaz de hacer prevaler su estilo basado en la pierna retrasada y en hacer ir y venir al toro sin romperle, preparándole para innumerables adornos.
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