FELIZ NAVIDAD
Marta y Oswaldo
Señor. Embajador de España en el Ecuador Don Federico Torres Muro
Marta y Oswaldo
HEMEROTECA:
Discurso de Oswaldo Viteri al recibir la Encomienda de Isabel la Católica, condecoración otorgada por el Gobierno español.
Señor. Embajador de España en el Ecuador Don Federico Torres Muro
Señora. Isabel Guerrero de Torres Muro
Señores. Embajadores
Señoras, Señores, familiares, queridos amigos todos:
Semanas atrás, recibí de parte de Don Federico Torres Muro, Embajador de España en el Ecuador una carta en la que se me comunicaba que me había sido otorgada la Encomienda de la Orden de Isabel la Católica por parte de su Majestad el Rey de España, Don Juan Carlos de Borbón. Debo decir que la recibí con gran sorpresa, pues no tenía ninguna injerencia en esa gestión que, más bien, gracias a la propuesta de la Embajada de España en nuestro país, se había podido concretar. Desde aquel momento, y sin saber del todo en qué consistía ese gran honor, acogí con alegría, con orgullo y con humildad también, esta distinción, la que agradezco en primer lugar a su Majestad el Rey y luego a usted distinguido Señor Embajador.
Esta distinción, que tiene el carácter de Encomienda y deviene tan simbólica para mí y para mi familia, no hace sino comprometerme a continuar con mi labor de llevar a la cultura y, en ella, al arte de nuestro país en particular, al reconocimiento de que en su extraordinario sincretismo ha aportado y lo sigue haciendo a un mayor entendimiento y experiencia de nuestra realidad y nuestra propia historia. En este camino, nos encontramos muchos hispanoamericanos quienes desde las letras o desde la plástica hemos y seguimos buscando, por medio de nuestro propio lenguaje, acortar las distancias entre unos y otros.
Más allá de hilvanar un rico tejido de realidades y experiencias, unas comunes y otras particulares, e insertarlas en un escenario global, a quienes se nos ha encomendado la cultura como propósito de vida, procuramos dar forma y sentido a una manera singular de comprender y por tanto de simbolizar nuestra existencia. Los conceptos de cultura son muchos y muy diversos, pero la poesía, la música, la pintura, si sirven para algo, son para despertar nuestros sentidos, emociones, sentimientos y nuestra conciencia. El arte y la ciencia en este sentido se parecen, buscan a través de lo sensible mostrarnos lo invisible. Quiénes más que Leonardo Da Vinci y Alberto Einstein para corroborarlo; o Cervantes y García Lorca y Rubén Darío, Pablo Neruda, Julio Cortázar o Cesar Vallejo.
En este camino extraordinario de la “Raza Cósmica”, que llamaba el mexicano Vasconcelos, quisiera destacar a aquellos personajes que llegaron a estas tierras en el siglo XVI y que con esa fe casi religiosa que el arte o la ciencia demandan, dieron forma a las primeras obras producto del sincretismo entre América y España. Diego de Robles, por ejemplo, pisó suelo quiteño para enseñar a indios y a mestizos la imaginería, y de sus manos destacan la Virgen del Quinche y la Virgen del Cisne de Loja, que, curiosamente, son hasta hoy día aquellas que más devoción guardan.
Del siglo XVIII no podemos dejar de mencionar al genial imaginero Caspicara, autor de célebres obras como su “Cristo redentor”, sustraído lamentablemente del Museo de Arte Colonial. Santos, vírgenes y cristos salieron de sus manos para el culto y devoción, pero también se convirtieron en referentes estéticos hasta nuestros días. Junto a él tenemos a Bernardo de Legarda autor de la famosa “Virgen alada de Quito” cuya principal imagen reposa en el altar mayor de la iglesia de San Francisco de estilo herreriano por lo que fue llamada el “Escorial de los Andes”, otro ejemplo, desde la arquitectura, que muestra la amalgama que se ha dado entre nuestros pueblos. Estas obras, entre muchas otras, sin duda revelan más allá de parentesco, de la herencia o del aprendizaje, que en Quito se produjo un entorno propicio y fecundo para que el arte y la arquitectura venidas de España prosperaran hasta convertirse en la renombrada Escuela quiteña. Y en ello, más allá de cualquier imposición, he visto siempre mis propios antecedentes, es decir a los cimientos de esta cultura mestiza, que sin duda se gestó con furia, con rabia y rebeldía, con la desmesura de las conquistas, pero también con amor y arrebato, con pasión y con esperanza por estas nuevas tierras. También en ellas, así como en el arte precolombino, he encontrado la libertad de crear por amor a la creación y de allí mi interés persistente por reunir estos mundos aparentemente diversos en una colección que es parte de mi vida.
El Centro Histórico de Quito es fiel testimonio del maridaje entre España y América. Abundan desde siglos atrás leyendas curiosas como la de Cantuña, artista quiteño y su pacto con el diablo para terminar el atrio de San Francisco; e historias verídicas, como la de Don Lorenzo de Cepeda y Ahumada, hermano de Santa Teresa de Ávila, quien vivió efectivamente en Quito y enviaba dinero y joyas a la santa para que continúe su misión en España. Yo les propongo otra historia:
“Se dice que entre el Ecuador y España hay un “puente”, la vía láctea, por donde transitan de ida y de vuelta, desde el siglo XVI, poetas, pintores, toreros, duendecillos y gitanos; también Salasacas, Otavalos, Saraguros, y gente común y corriente. En medio de esta vía aparece un sol de oro y una bellísima luna de plata, que en los tiempos de nuestros mayores indígenas, utilizaban sólo las bellas doncellas para mirarse, aunque también lo hacían en el agua pura y cristalina de ríos y lagunas. Pero una joven salasaca, Doña Marlene Mazaquiza, logró con sus encantos arrebatarle a la vía láctea por unos cuantos días la bella luna de plata y llevársela a las mujeres españolas para que también se miraran en ella. A su regreso, Doña Marlene, en medio de la noche repuso la luna arrebatada y la hizo casar con el sol, engendro de las arras de oro de las minas de Zaruma, de manera que quedaron unidos para siempre. En ellos se reflejan hasta hoy día los destellos de su creación entre estas dos orillas del universo. Pero también dice la “leyenda” que pasaban seis meses en Quito y seis en el mismo Madrid. A los dos les gustaban mucho los toros y no se perdían las ferias del Jesús del Gran Poder y la de San Isidro, pero lo que más apetecían eran las corridas de pueblo en cuyas plazas cuadradas se juntaban el toro, el caballero, los perros, el poncho y el sombrero”.
Esta “historia mítica”, como se ve, me lleva desde la creación poética irremediablemente a mi pasión por la fiesta de los toros y con ella a ese claro-oscuro de Goya, que reflejó con claridad absoluta lo más profundo del pueblo español. Ese monstruo del arte universal abordó magistralmente esta dramática y profunda fiesta popular que, por otro lado, es hoy tan controvertida. Ella es parte de la herencia española que llegó y se clavó profundamente con ese misterio, con todo ese duende, esa desmesura, de la que son capaces América y España, fundiéndose con nuestro sol vertical en la mitad del mundo para iluminar las plazas cuadradas y redondas de ciudades y pueblos.
Los toros no son solamente el oropel, como muchos piensan, sino sustancialmente son el blanco y el negro, el sol y la sombra, lo serio, lo profundo, eso que tiene parentesco con el cante jondo que surge de las entrañas profundas de la tierra. Se manifiesta en el andar silencioso del torero que se aproxima a la noche oscura de la muerte, para mirarla de frente, para azuzarla también entre las astas y el pelaje negro del toro de lidia. De hielos y de soles esta hecho su corazón de silencio. Aquí, en el páramo andino, he sido testigo a media noche de ver fosforescentes osamentas iluminadas por las nieves perpetuas. De hielos y de soles está hecho su corazón de silencio, el de ese bello y poderoso animal, el toro de lidia.
Goya, Picasso, Carnicero, maestros grandes de la tauromaquia. En América, Botero, con su afición cargada de humor paisa y sabia ironía dedicada al torero, a la maja y al picador. En lo que a mí respecta, sólo me he enfrentado con el negro. Pincel en mano, hasta cuando mi pulso sea capaz de sostenerlo, hasta cuando el aire me permita hacerlo, porque cuando “pinto, toreo”.
Gracias a la generosidad de mis queridos amigos Isabel y Federico he podido hacer uso de mi libertad para contarles, a propósito de este evento, unas cuantas historias, fábulas y verdades. Hablo finalmente de la libertad, porque la libertad es absolutamente necesaria en la vida y en el arte. Un arte sin libertad no es arte y la vida sin libertad no es vida, se agostan y se mueren.
Por ello y por todo lo anteriormente dicho, agradezco una vez más al señor Embajador Don Federico Torres Muro y por su intermedio a su Majestad el Rey de España, Don Juan Carlos de Borbón, por haberme concedido tan importante Encomienda, la cual me compromete a estrechar aún más, a través de mi creación artística, los lazos de amistad entre Ecuador y España.
A mi esposa Marta compañera inseparable, todo mi amor hasta la muerte, pase lo que pase. A mis hijas Ileana, Carmen, María Isabel, Ana María, a mi yerno Daniel quien es un hijo más, a mis nietos, David, Juan Manuel, Camilo y Ana, a todos ellos quienes me han acompañado en los días más difíciles como en los más felices, tanto en los triunfos como en las derrotas, igualmente todo mi amor.
A mis amigos aquí presentes gracias por acompañarme. A Isabel y Federico, no sólo embajadores sino amigos, mi profundo agradecimiento por este homenaje y por habernos acogido con tanto cariño en su residencia de Guápulo, en la ciudad de Quito y en la Mitad del Mundo.
Isabel, Federico, Señoras, Señores, familiares, amigos, les reitero una vez más mi agradecimiento por su presencia.
Oswaldo Viteri
Quito, Mayo 26, 2011
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