Un bajonazo inmundo que ha de sufrir, en primer lugar, la afición mexicana y, seguidamente, la de todo el mundo.
Esa plaza que han pisado los más importantes diestros de varias generaciones, ve cómo se cierran sus puertas porque así lo quieren unos cuantos, que nunca son más que los que quieren acudir a ella.
Esos cuantos manejan y manipulan la opinión de otros cuantos que dan sustento al atropello, mientras en el bando contrario, el nuestro, en el que están los aficionados de todo el mundo, sentimos que nuestros derechos son pisoteados sin argumentos o, si se prefiere, con bastantes menos argumentos que los que somos capaces de exponer nosotros.
De nada sirven los argumentos o las razones, son menos, pero hacen más ruido y cuentan con organizaciones y terminales judiciales que, apenas ven resquicio para prohibir, pues prohíben.
Las instancias judiciales están, naturalmente, llenas de personas que piensan en un sentido u en otro -difícil equilibrio puede hacerse con aquello de la justicia imparcial- y que se inclinan según sus filias o fobias. Tal como parece, existen más fobias que filias.
Cuando se acude a los tribunales de lo que se trata es de saber en qué manos cae la causa. Por eso existe, hoy más que nunca, la convicción de que los jueces son arte y parte de la sociedad y es prácticamente imposible encontrar la necesaria imparcialidad que sí acabaría con tantas decisiones absurdas.
Si tan malo fuera el ejercicio de la Tauromaquia no se prohibiría en la gran Plaza México solamente, también se haría en la provincia de Segovia o la de Salamanca en España o en Tlaxcala o Texcoco en México. De igual modo, si no debe prohibirse en Madrid o en Valencia, no lo debería haber sido en Gijón o en Tenerife. ¿O es que un asesinato o robo es distinto si se comete en una provincia u otra?
Le ha tocado el turno a la plaza más grande del mundo y siento la misma rabia que cuando se prohibió en Barcelona, dos plazas que se han destacado por la proliferación de festejos a lo largo de la historia. Han arrancado de mi la libertad, que es mía y no suya. Mientras no sea un delito ir a los toros, esa capacidad para decidir se tiene que reservar al individuo.
De eso saben muy poco quienes se dedican al juego de la prohibición. Y no es eso, siempre habría argumentos para prohibir cualquier cosa, desde comer marisco a masturbarse a dos manos. Pero quiénes son estas gentes para hacerse con el control y la voluntad de cada cual.
La frase de prohibido prohibir quedaba bien en el siglo pasado. En el presente siglo, ante la pasividad de los buenos, las respuestas deberían ser tan beligerantes, incluso agresivas, como cualquier mama osa es capaz de defender a sus crías.
Un bajonazo que merece la repulsa de todos y que debe suponer el primer aviso para la reconducción y defensa de los derechos de todos, incluido el de ser aficionado a los toros.
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