Dice Goethe que la poesía consiste en captar lo eterno en lo fugaz. Nada tan fugaz como el toreo o el baile y el cante, aunque en nuestra época contemos con algo con lo que no contaba Goethe, que es la captación mecánica del movimiento y la voz. Gracias a la película y al disco tenemos una idea de lo que fueron artistas que no tuvimos la suerte de ver u oír. Esa idea es a veces bastante completa, pero para que lo sea del todo, tenemos que poner mucho de nuestra parte. Unas de las cosas que ponemos es la memoria, que es cosa muy personal, tan personal que si es verdad que, como decía Valle-Inclán, nada es como fue, sino como se recuerda, todo es lo mismo y lo contrario, pues raro es que dos o más personas tengan el mismo recuerdo de lo mismo. Toda memoria es selectiva, pero también lo es la función de los sentidos corporales, y en esa selección que hace la memoria o que hacen las dotes de observación, no todos ven u oyen las cosas de la misma manera. La mayoría recuerda por detalles y esos detalles raramente coinciden, pero hay algunos que evocan y recrean a partir de lo esencial, y esos son los artistas, los únicos capaces de dar permanencia a lo transitorio al captar lo eterno que hay en lo fugaz. Por algo el poeta José Mateos - en su libro La razón y otras dudas – nos dice que la definición platónica del tiempo como “imagen en movimiento de la realidad inmóvil” es enteramente aplicable a la poesía, “arte temporal por excelencia”, y yo me pregunto si no es también aplicable a las otras arte
El toreo y el baile son expresiones artísticas en las que lo fundamental es la apostura y el movimiento, la manera de andar y la manera de moverse, y ahí es donde un artista como Pedro Serna demuestra con pulso firme cuanto yo estoy tratando torpemente de dar a entender. Por firmeza de pulso hay que entender dominio del dibujo, un dominio que Serna difumina en la acuarela o sugiere en dos trazos de tinta china. Ya sus paisajes o sus bodegones son instantáneas insólitas en las que vemos la evaporación de la humedad, la lejanía neblinosa, el aire entre las hojas verdes, el agua que corre por la acequia, lo que pasa en la calle desde los cristales y los visillos de un balcón. También son instantáneas la del matador a punto de arrancar para el volapié, la del bailador a punto de pisar con fuerza el tablado, la de un brazo levantado o unas enaguas en revolera. El impresionismo de Cézanne, el cubismo de Juan Gris, están en Serna implícitos y sublimados, como lo están la bruma de Turner o las sombras chinescas de Picasso. No sé las horas de trabajo que habrá en cada una de esas instantáneas, en cada una de esas fracciones de segundo que Pedro ha sacado del tiempo como el que saca un diamante de un montón de arena; lo que sí me consta es toda la sabiduría callada de su iconografía. En estos géneros además la verosimilitud es tan importante como el parecido lo es en el del retrato.
Hay un género en el que Serna ha combinado ambas cualidades, ambas virtudes, que es el cartel taurino. Hace varias temporadas, pintó Serna el cartel de toros de la Feria de Murcia, un cartel que a mí me deslumbró porque en algo destinado a lo que Horacio llamaba el “vulgo profano”, había una lección magistral de conocimiento de los lances, de la anatomía del animal, y del aura, más que de los rasgos físicos, del inconfundible torero retratado. No hace mucho hablaba con Carmen Laffón, otra de mis paletas predilectas, sobre los altibajos de la pintura contemporánea y sobre la manera en que cada artista joven rompe el cascarón académico y busca su propio camino, y yo le decía que para mí había sido Ramón Gaya quien en 1960 me había reconciliado con la pintura joven, con una pintura que había optado por trascender la realidad en lugar de destruirla y degradarla. Esa pintura joven, representada para mí por artistas sevillanos como la propia Carmen, Joaquín Sáenz y otros que vendrían después, fue para mí un portillo de alegría vital en el muro de Berlín de las vanguardias nihilistas.
Con el cartel de toros de Serna me pasó algo parecido, ya que rompía con una tendencia cartelística, a mi juicio poco afortunada, promovida por aficionados cultos, pero en exceso pendientes de la opinión de los enemigos de la fiesta. Deseosos de atraerlos a su causa o al menos de mitigar su hostilidad, los inspiradores de la nueva cartelería volvían los ojos al susodicho “muro de Berlín”, es decir, a la estética grata a los enemigos de la tauromaquia. Con todos los respetos, este proceder no es distinto del de ciertos eclesiásticos que halagan la ética del rebaño desmandado para ver si de ese modo vuelve al aprisco.
La estética de los antitaurinos tiene sus antecedentes, ya remotos, en la contracultura del 68, y es una estética que hacen suya no sólo ellos, que son antitodo, sino aquellos estamentos del orden cultural establecido que, convencidos o no de la tendencia dominante, aspiran por lo menos a que se les perdone la vida. No deja de ser sintomático que los grandes premios de poesía de España hayan recaído últimamente en sendos venerables representantes ultramarinos de eso que llaman la Antipoesía. Y quien dice Antipoesía dice Antimúsica o Antipintura, que no son otra cosa que lo que la Contracultura entiende por pintura, por música y por poesía.
Un arte como el flamenco, en el que confluyen la música, la poesía y el baile, no puede ser excepción, y esto no es ninguna novedad, pues no es de ayer o anteayer la disputa entre los llamados puristas y los que vamos a llamar evolucionistas. Las controversias y las críticas se remontan a las fechas remotas en que por obra de don Antonio Chacón el cante pasó del colmado al teatro. No sé si alguien habló ya entonces de “agachonamiento”, pero de lo que no cabe duda es que esa apertura al gran público de algo que siempre fue un conciliábulo cuasi clandestino de pocos entendidos o iniciados, de “cabales”, culminó con la llamada “ópera flamenca”. La presentación en sociedad, por así decir, de la “ópera flamenca”, data de los años inmediatamente anteriores a la guerra civil y hay que reconocer que sus autores no eran unos vulgares empresarios desaprensivos, sino unos “iniciados” o “entendidos” como Sánchez Mejías, García Lorca, Falla, José Caballero y La Argentinita. Desde luego aún nos conmueven las canciones grabadas por La Argentinita con Federico al piano, y el género hizo fortuna y dominó los escenarios de trasguerra. El Caracol se lanzó de cabeza al género y en primera persona con Lola Flores, y otros como Mairena también subieron esporádicamente a los escenarios, en espectáculos como el ballet de Antonio, en los que por fuerza habían de quedar en un segundo plano.
Me hago estas consideraciones, acaso excesivas y gratuitas, porque en ellas están las líneas de fuerza de la presente exposición. Los toros y el flamenco son dos grandes pasiones de Pedro Serna que en ellas no distingue el arte de la vida misma. Fruto de esas pasiones no son sólo sus cuadros, sino episodios de su propia vida. Decía Rubén Darío que la mejor musa es la de carne y hueso, y Shakespeare, que estamos hechos de la misma sustancia de nuestros sueños. Lo mismo cabe decir de la obra de arte, que en el caso de Pedro Serna no se reduce a su oficio, sino que se extiende a su condición humana. Quiero decir que Pedro Serna tiene una hija que está hecha de la misma sustancia que sus pinturas y dibujos y que nos llega a emocionar tanto como ellos a los que hemos tenido el privilegio de oírla cantar. Cuando en los dibujos de Serna vemos un movimiento irrepetible, una expresión concentrada, una mano vuelta, un ceño fruncido, rasgos que no sólo retratan un alma, condensan una inspiración, desatan una fuerza de la naturaleza, es como si oyéramos un puntillo de guitarra o el resoplido de una res. Cuando en cambio oímos una siguiriya o una petenera de Alicia Serna, nos llega entre los “sonidos negros” ese rumor de agua de noria que hace llevadera la canícula en los huertos de Murcia o en los jardines de la Toscana.
Eso de los “sonidos negros” es algo que sólo se le podía ocurrir a un gitano como Manuel Torre, del mismo modo que sólo a un gitano como Rafael el Gallo se le podía ocurrir aquello de que “los toros tienen mucha química”. Manuel Torre no creo que hubiera leído a Baudelaire ni Pedro Serna necesita ser gitano para entreverar el color y la voz, que en eso consiste su sentido del claroscuro. Si hay un adjetivo que cuadra a la pintura de Serna es el de luminosa, pero para que la luz se aprecie, tiene que haber una sombra que juegue con ella o se le enfrente. Pedro Serna, que sabe distinguir las luces de las sombras, las voces de los ecos y se conoce al dedillo la química del arte, nos lleva a los toros y luego a una fiesta flamenca y lo hace con la misma timidez y la misma delicadeza con que cifra en unos trazos seguros, en unas manchas alegres, en unos borrones de agua y de tinta los momentos más irrepetibles vividos en el aire libre de la plaza o entre las cuatro paredes del tablado.
(Texto para el catálogo de la Exposición de Pedro Serna Toros y flamenco en el Centro de Arte Palacio Almudi, Murcia, del 7 de septiembre al 20 de octubre de 2011. Los artistas representados son Paula, Manuela Carrasco, Morante y Manuel Moreno "Morao")
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