Pepe Luis Vázquez
ENTRE EL ESPEJO, EL ARTE Y LA ILUSIÓN
EL SUR DE LUCES
Jesús Cuesta Arana
Pintor y Escultor
¿Existe la fisonomía premonitoria? Puede que si o puede que no. Pero la historia hace pensar en lo primero. Ante el retrato inquietante de Enrique el Mellizo -antiguo cantaor gaditano que cantaba por soleá partiendo el alma- el escritor y sabio del tema Fernando Quiñones no pudo reprimir la expresión: ¡ “Este tío tenía que cantar bien a la fuerza!”. Juan Belmonte que nunca se echó colonia torera encima; sin embargo, a pesar de su desgarbada anatomía, tenía una excelente conformación física para ejecutar el toreo. Basta con ver una fotografía suya para ilustrar.
La dinastía de los Vázquez, rompe de cuajo por si sola el estereotipo del torero agareno, agitanado, de piel retostada por herencia o solaneras. Y de modales recios. Hoy esa imagen está totalmente periclitada. De inconmensurables toreros rubios y clara la piel está el toreo bien surtido. Solo un poner: Antonio Márquez o el El Juli hoy mismo. La claridad fulgurante en el alma y en el exterior es el santo y seña de los pepeluises. Se parecen lo mismo por fuera que por dentro. Son trasuntos de ellos mismos y por ende de su obra. Besados y basados en generaciones por la misma gracia bajada del cielo. Teniendo siempre un espejo con marco de talla sevillana que le devuelva la imagen infinita de un torero que es capaz de elevar –muleta en mano– a la categoría máxima del arte un simple cartucho de pescao frito. Eso por fuerza tiene que influir o imponer a los que vengan detrás y quieran vestir de luces. Al mismo tiempo que da elevación a la memoria, al entendimiento y a la voluntad que son las tres potencias del alma.
Pepe Luis Vázquez, hijo
Cuando posan para un retrato –con forillo de aire limpio– el abuelo Pepe Luis, el hijo Pepe Luis y el nieto Pepe Luis tienen la misma mirada. Ojos como espejo de los arcanos que llevan por dentro. Es fácil deducir que estamos ante tres toreros que torean como son: con el temple innato y la gracia sevillana. (Esa gracia seria, pareja a la del poeta José María Izquierdo, que paseó su hondura por todo el mapa de Sevilla. Y que todavía se adivina su sombra vagando por las calles). Asimilando el toreo –las tres generaciones– más que como una forma de vivir: una manera de sentir. Para penetrar en un mundo de sentimientos contrastados, ensoñaciones, ideas en una suerte de terra incógnita, donde habita el misterio y se oye o fluye lentamente el eco de lo intangible. Lo mismo que el cante grande el toreo no cabe en el papel ¿Acaso se puede definir la emoción? ¿ Se puede dar a explicación una verónica, un natural o un adorno de Pepe Luis? El viejo maestro de San Bernardo –el que fabrica el primer espejo– no entiende nunca el toreo desde la lucha, desde la competencia, desde la bulla. Todo en él es como una caricia suave y no como una carrera de obstáculos. Vuela. Quiere volar siempre solo. San Juan de la Cruz en Dichos de Luz y Amor, lo explica claro y limpio: “Las condiciones del pájaro solitario son cinco: la primera, que va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía; la tercera, que pone el pico en el aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente”. Son las cinco condiciones metafóricas del genio. Cada una de ellas se adapta perfectamente al temperamento de don José Luis Vázquez Garcés, que a sus rebasados noventa años sigue siendo torero hasta bebiendo un sorbo de agua. El toreo siempre le brota de dentro como un largo suspiro que no cesa. Como una función vital transcendida.
José Luis Vázquez, nieto
Hace unos días en Utrera, vestido de grana y oro, dice adiós al traje de luces Pepe Luis , el hijo. Se escribe de él como el príncipe que no llega a reinar ¿Pero en qué reino? ¿En qué reinado? El torero de grandeza se mueve siempre dentro de un mapa impreciso. Ni tampoco afana territorios más elevados que el arte. Si acaso su reino puede estar siempre en el aire. A le espera que surja el enigmático atractivo de sentirse ante la fiera. De ese toro que ya viene con el temple. Todo es infinitud y soplo divino. ¿En qué poder humano se puede ubicar las excelencias del arte? Y más en unos tiempos en que sigue vigente la máxima de Gregorio Corrochano que que una cosa es torear y otra saber torear. De modo que Pepe Luis Vázquez, hijo, al margen de otras consideraciones terrenales, se tiene que ir satisfecho por su paso fluctuante pero sublime por los ruedos. Por una sencilla razón: es capaz de emocionar emocionándose ¿Qué precio tiene eso? ¿Qué escalafón lo mide o cuantifica? Lo mismo que la Giralda no es comparable con ninguna otra torre, el toreo de José Luis Vázquez Silva –y su larga sombra y luz–, tampoco. En el arte y sus conjuntos no hay nada preconcebido, todo depende de un estado interior e intransferible. De le eterna duda de lo que pueda salir por dentro. Eso se paga a veces muy caro. Sobre todo si sale un toro a contraestilo. Aún en las tardes de mayor gloria siempre se espera el toro azul. Ese toro ideal que nunca sale. Es algo consustancial a los artistas. El talento siempre se mueve en una duda permanente. Si un creador se siente satisfecho plenamente de su obra, malo. De aquí en adelante, Pepe Luis, hijo, ya no puede hablar del toreo sin hablar de la vida y sus enigmas. Todo es cuestión de luz, aire y tiempo.
Hace unos meses en un tentadero en Lagunajanda (ganadería de Salvador de la Puerta), con el fondo impresionante de Vejer de la Frontera, blanco, alto con la cal rozando las nubes, conocí de cerca, al natural a un muchacho que conjunta bien la mirada transparente con el cabello. (Me es presentado por Lolo Vázquez, su padre, socrático,con la sabiduría proverbial de la casa; tan buen y fino torero y tan entregado cuando percibe la pureza en la amistad). El jovencísimo torero en agraz abunda hechuras y temple incontinente. Encantador con su sola presencia. Agraciado a más no poder. Verlo es ver a su abuelo. Como si el tiempo eche marcha atrás o se prolongue ad infinitum. Está de lleno inmerso en la aventura del espíritu del toreo. Se le nota trasminar del cuerpo la ilusión. Se trata de José Luis Vázquez, el nieto. En el espejo ya no se refleja él, sino la memoria. Su abuelo sigue ahí –ya cieguecito; sin ver, como me decía su adorable hija Mercedes– pero todavía con la mirada intacta con el azogue del espejo flamante. Ese espejo que tanta historia ve pasar; hoy refleja la imagen de otro niño torero, rubio ángel, que sueña soñando que sueña ser torero grande. Consciente de lo que hay por detrás. Queda todavía mucha seda y percal que sudar. Y los más importante: oficiar con arte. Es el compromiso. Delante de un becerro, no a modo, con serias dificultades, al novel torero se le ve que lleva por dentro lo más principal: el arte. Como igualando el pensamiento de la soberbia escritora Katherine Mansfield que afirmaba que la vida y el arte son indivisibles. Solo siendo leal hacia la vida se puede ser leal hacia el arte. Y ser leal en la vida es ser bueno, sincero, sencillo y honrado. Ese es el espejo principal, el del gran salón, que quiere José Luis Vázquez, el abuelo, que todos los que vengan detrás se miren. Lo que lleva uno por dentro, a veces, se puede adivinar. Pero sólo los hechos cantan. Mirarse al espejo siempre es una ilusión. Una virtualidad. Luego sale el toro que no entiende de espejos, solamente la de su imagen reflejada en el río o en las lagunetas, en la libertad del campo. De todas maneras, siempre termina uno creyendo –es ley de vida– como Bernard Shaw que los espejos se emplean para verse la cara y el arte para verse el alma. Por eso, Pepe Luis, el abuelo, el hijo Pepe Luis y el nieto Pepe Luis se miraron, se miran y se mirarán siempre en el espejo del arte. Y con toda el alma....
Pepe Luis, el hijo vistiéndose
José Luis, el nieto
Abuelo, hijo y nieto
Jesús Cuesta, Salvador Puerta y Lolo Vázquez
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