LA VIDA EN LOS PUÑOS
Por ALBERTO SALCEDO RAMOS
Me encanta el boxeo porque estoy habitado por un bárbaro que disfruta viendo cómo dos hombres se muelen la osamenta a puñetazos.
Crecí en un pueblo del Caribe, -Arenal, Bolívar- donde pelearse a trompadas era muy común. Se usaba para resolver los conflictos antes de que se tornaran irreparables.
Hasta nuestros propios padres nos preparaban el escenario para que nos aporreáramos cuando veían que estaban surgiendo entre nosotros antagonismos peligrosos.
Jamás hubo un muerto en aquellas reyertas. Tan solo vi pómulos tumefactos y narices enrojecidas. Era el precio que había que pagar para mantener a raya las enemistades.
Después de la pelea, a cada muchacho se le quitaba lo que nuestros tíos llamaban "la rasquiñita".
Sé de otras comunidades donde los chicos resuelven sus diferencias a cuchilladas o a plomo, justamente por no tener los arrestos para darse un buen par de puñetazos.
En los pueblos atrasados del Caribe, las camorras cumplían una función recreativa importante: convertían en una película de acción la vida de las esquinas.
Hasta las mujeres abrían las ventanas para ver aquello. Y cuando dos hombres se encendían a golpes no decíamos que habían peleado sino que habían "alegrado la calle".
Yo me alegro desde niño cuando hay peleas. Todos los que pertenecemos a esta cofradía tenemos, como dice el periodista John Schulian, algo de voyeristas.
Al boxeo le debo ciertas imágenes estupendas: las piernas de Bernardo Caraballo, siempre en trance de levitación; la belleza del gancho zurdo de Joe Frazier, una jabalina que de pronto se convertía en relámpago; el movimiento del tronco de Pernell Whitaker, expresión sublime del engaño, el jab de Kid Pambelé, una mezcla de zarpazo de pantera con luz de bengala.
La egolatría de Mohammad Alí me parece una puesta en escena del Quijote.
Y la plasticidad de Sugar Ray Leonard se me antoja un guiño a la cintura prodigiosa de Janet Jackson.
Dos boxeadores intercambiando golpes en un ring son más limpios que ciertos políticos. No se atacan por la espalda, ni se dan patadas por debajo de la mesa. Sus únicas armas -valga decir, los puños- están a la vista de todo el mundo.
Como si fuera poco, el boxeo actúa como una bolsa de empleo para muchachos pobres que, de otra manera, no tendrían ninguna oportunidad de sacar adelante a sus familias.
Sin el boxeo, Mano e’ Piedra Durán y Carlos Monzón habrían sido delincuentes.
Larry Holmes se lo planteó en los siguientes términos a la escritora Joyce Carol Oates: "Es duro ser negro. ¿Has sido negro alguna vez? Yo fui negro... cuando era pobre".
Rodrigo Valdez, nuestro gran excampeón del peso mediano, no necesitó aprender a leer para descubrir que el primer ring, de todos modos, es la vida misma, que le impone sacrificio y dolor a la gente de su clase. "Más duro pega el hambre", repite.
Barry McGuigan, un carnicero iluminado, lo dice con más música: el boxeo es una oportunidad para quienes no pueden ser poetas, para quienes no saben contar historias.
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