“El flamenco, posado en la garrocha, con sus alas abiertas, simboliza el romance en el vuelo del espíritu”.
LA GARROCHA DE ÁNGEL PERALTA
El toro bravo es especie sobreviviente gracias al papel que ocupa en la lidia
JOAQUÍN ALBAICÍN
La Gaceta, 26 de Abril de 2013-El hombre a caballo es una de las novelas menos conocidas –pero Pierre Drieu La Rochelle, y bien podría haberse titulado así la colección de vivencias, notas y poemas -recién publicada por Almuzara- de Ángel Peralta, en vez de El mundo del caballo y del toro, a cielo abierto, pues ya se hace uno cargo de que tan literarios cuadrúpedos son -desde luego- mucho más interesantes a cielo abierto que a cielo tapado, en la oscuridad de la cuadra o la estrechez del cajón de transporte hasta la plaza.
interesante, como todas las suyas- de
interesante, como todas las suyas- de
Portadas aparte, nada del toro, uno de los últimos animales con ribetes mitológicos que perviven entre la humana grey, nos es ajeno, mucho menos si la enseñanza y la reflexión en torno a él proceden de quien ha sido una de las grandes figuras del toreo a caballo y a ambos –uro y corcel- ha consagrado vida y corazón (al 19 de abril de 1948 –nos recuerda don José María de Cossío, siempre a mano- se remonta ya la tarde de la exitosa presentación en Las Ventas del Espíritu Santo de este gran jinete y torero sevillano de Puebla del Río). Procede, además, no cejar en la recordación de que el toro bravo es especie sobreviviente sólo gracias al papel central que ocupa en la lidia. De no ser por la tauromaquia, se encontraría en proceso de extinción… por no decir que habría desaparecido hace ni se sabe. No se puede aún afirmar lo mismo del caballo de raza, pero todo se andará. De hecho, me llamaba la atención sobre ello no mucho tiempo atrás, durante un cónclave milenarista celebrado en una residencia de franciscanas en el Valle del Tiétar, Dionisio Romero, que fuera durante años uno de los timoneles de la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente y de la magnífica revista Agenda Viva, recién sucumbida –un abrazo, queridos amigos- bajo las cornadas de la crisis:
-¿Acaso están en vías de extinción los topos o las cucarachas? No. ¿Y las ratas? Tampoco. Sólo lo están los animales nobles por antonomasia, los que han sido tomados por distintas civilizaciones como símbolos de la divinidad o la realeza: el león, el águila, el lobo, el tigre, el oso, el toro…
Así es, en efecto, y el tema daría para todo un tratado. Invito a plasmarlo sobre el papel a algún René Guénon contemporáneo… O al mismo Ramón Grande del Brío, a quien no tengo el gusto de conocer, pero ha escrito algunas de las páginas más vibrantes y rotundas que conozco sobre la dignidad del toro de lidia y las condiciones de majestad por que gusta a la Madre Naturaleza ser distinguida. Entretanto, hay mucho que saborear, así en verso como en prosa, en este libro de Ángel Peralta, rezumante de amor contemplativo por la Naturaleza y salpicado con evocaciones biográficas y homenajes a grandes de los ruedos como don Antonio Cañero, Pepe Luis o Belmonte… Pero permítame mi lector centrarme en el momento en que evoca el jinete una tarde en que parado, mirando el horizonte desde lo alto de su silla de montar, sosteniendo con firmeza la garrocha cuya punta se apoyaba en la tierra, vio pasar volando un flamenco. “La garrocha vertical”, escribe, “representa la hidalguía y señala el camino del cielo”. Muy cierto, por cuanto la vara es símbolo tradicional del Eje del Mundo. Y añade: “El flamenco, posado en la garrocha, con sus alas abiertas, simboliza el romance en el vuelo del espíritu”.
El dibujo que ilustra el texto –dos alas coronando la garrocha- representa, con gran fidelidad y no sé si premeditadamente o no, no otra cosa que el caduceo de Hermes Trismegisto, padre de la alquimia, y expresa sin palabras la máxima hermética de la fijación de lo volátil y la volatilización de lo fijo (o, en formulación más conocida, la espiritualización del cuerpo y la corporificación del espíritu). Al pie de este antiquísimo símbolo, ha colocado el dibujante las cuatro herraduras del caballo de Ángel Peralta, que, para el centauro de las arenas, “representan la suerte y van prendidas con siete clavos, ofreciéndonos una suerte para cada día de la semana”.
Hacía mucho, pero mucho de verdad, señores, que no veía expresar –repito: sin palabras- principios tan profundos… de un modo tan preciso como bello y exento de pretensiones. No en vano hablamos no sólo de quien ha recibido este año la Medalla de Oro de las Bellas Artes y fuera en su día reclamado por Hollywood para caracolear rejón en alto para solaz de la protagonista de La Condesa de Éboli (que era Olivia De Havilland), sino también del inventor de la Suerte de la Rosa, flor que en el Islam es tenida –como lo fue en el Occidente Medieval- por un símbolo del Corazón.
Un libro, pues, con corazón y para lectores dotados de éste… y de paladar para la degustación de la solera, claro.
Un escrito precioso,que haces de ese gran rejoneador y poeta que es Angel Peralta y le felicito por la Medalla de Oro de Bellas Artes para mi como admiradora y seguidora un poco tarde, un abrazo. Pilar
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