"...Cuando aquí hablo de empresa familiar lo hago en términos muchos más modestos, para referirme a aquel negocio –bien de nuevo cuño, bien heredado- que puede llegar a presumir, con el tiempo, de haber alcanzado un considerable índice de prosperidad, pero es conducido y sacado adelante por miembros de una misma familia, con la eventual ayuda de un número de empleados ajenos a ella más bien reducido..."
¿TIENE FUTURO LA EMPRESA FAMILIAR?
JOAQUÍN ALBAICÍN [1]
The Ecologist, nº 53, Abril-Mayo-Junio 2013
EMPRESA FAMILIAR E IMPERIO FAMILIAR
Quiero precisar de antemano que, al plasmar en este artículo algunas reflexiones a vuelapluma en torno a la “empresa familiar”, no tengo en mente a Vidal Shashoon o al Grupo Rockefeller. Por supuesto que estas grandes entidades empresariales arrancaron a partir del esfuerzo y se mantienen gracias a la eficacia de determinadas familias. No dudo que, en ellas, sigan ocupando un papel dirigente o desempeñando trabajos de mayor o menor responsabilidad un buen puñado de ejecutivos que lucen en el carnet el apellido del fundador, pero tales corporaciones han adquirido un volumen de negocios, crecido a lo ancho y diversificado sus actividades e intereses hasta un extremo que los identifica como verdaderos imperios.
Cuando aquí hablo de empresa familiar lo hago en términos muchos más modestos, para referirme a aquel negocio –bien de nuevo cuño, bien heredado- que puede llegar a presumir, con el tiempo, de haber alcanzado un considerable índice de prosperidad, pero es conducido y sacado adelante por miembros de una misma familia, con la eventual ayuda de un número de empleados ajenos a ella más bien reducido. Puede tratarse de un negocio de perfil artesanal (una ebanistería, una confitería) o de simple intermediación (una papelería, un almacén de productos textiles), pero siempre de un negocio en ninguna de cuyas eventuales sucursales falte, al frente, un miembro de la familia en cuestión.
SIN FAMILIA, NO HAY EMPRESA FAMILIAR
Me asalta la impresión de que tal modalidad de negocio familiar, tan extendida otrora, está, no abocada a la extinción, pero sí, al menos, destinada a sobrevivir, a medio plazo, entre los márgenes de una franja verdaderamente estrecha –por no decir que testimonial- del mercado de las economías domésticas. Y ello no es achacable tan sólo a que las tiendas abiertas en formato de gran superficie hayan invadido la mayoría de las esferas antes tradicionalmente reservadas al pequeño o mediano comercio. Es cierto que en Madrid ya proliferan los barrios residenciales –y, en Estados Unidos, las pequeñas ciudades- donde, para comprar un lápiz, no te queda más opción que subir al coche y llegarte hasta el centro comercial levantado a las afueras… Pero la principal razón me parece tan simple como que, para hablar de un negocio familiar, primero tiene que existir, a la cabeza, en los medios y en los flancos del mismo, una familia. Y la de familia es hoy, en las legislaciones europeas, una noción de contenido y significación bastante difusos (como mínimo, radicalmente diferente a la existente cuando nací).
La familia eran papá, mamá y sus hijos. Y papá y mamá eran papá y mamá de por vida, no piezas reemplazables cada tres o cuatro años, a poco que uno de ellos apeteciera un cambio de sábanas. Además, papá y mamá decidían por dónde encarrilar a los hijos en lo que se refería al oficio, el matrimonio, la vida religiosa, el comportamiento social… Papá y mamá podían acertar o equivocarse, y los hijos salirles obedientes o rebeldes, porque en todas partes se cuecen habas. Pero existía un general sobreentendido acerca de qué era una familia y en qué consistía un negocio familiar.
Así, si papá y mamá regentaban una panadería, era algo bastante corriente que al llegar a la adolescencia, e incluso antes, uno o más de los hijos empezaran a ayudarles en el horno, el mostrador o el reparto. Llegado el tiempo en que uno de los hijos había sucedido a los padres en la administración de la tahona, uno de sus hermanos quizá había abierto ya otra, porque un establecimiento de este tipo podía ser –y, a menudo, era- un negocio próspero. Evidentemente, un tercer y cuarto vástago podían, entretanto, haber triunfado como sastre o tomado los hábitos, una hija estudiar enfermería y otra más optar por ser ama de casa. Pero las cosas funcionaban, más o menos, tal que les cuento.
EL TRABAJO INFANTIL
En estos momentos, que un niño europeo de doce o trece años se encuentre aprendiendo, en una panadería, el oficio junto a su progenitor, es algo por completo impensable. Las leyes le obligan a estar estudiando, valga o no para el menester y atesore vocación o no. De hecho, el padre que optara por encarrilar a su hijo hacia su propio oficio, animado a ello por la razonable expectativa de que el heredar un negocio ya en marcha podría facilitarle bastante las cosas en la vida, estaría –a ojos de las leyes europeas- incurriendo en un delito. Su cara y su nombre serían publicitados en la prensa como poco menos que los de un explotador de niños y un capo de la esclavitud infantil. Por lo demás, la escuela se ocupa con total diligencia y contumaz tesón de adoctrinar al niño en el sentido de que atender una panadería es una solemne estupidez, si se puede ser astronauta. Nadie se molesta en advertirle, claro, de que España no necesita en absoluto de tres mil jóvenes dejándose los codos para convertirse en astronautas (y ni siquiera de media docena pelada).
FAMILIA Y MERCADO LABORAL
Resulta innecesario explicar que dicho clima enmascara –cada vez menos- el nítido objetivo de que la pertenencia a una familia vaya significando una referencia cada vez más débil en todos los ámbitos. Creo innecesario ser especialista en cuestiones financieras para percibir cómo el mercado laboral está orientado fundamentalmente hacia la contratación de personal lo más libre posible de vínculos familiares. Cuando de un negocio familiar se trata, la familia hace piña a la hora de apretarse el cinturón, y las entidades financieras no quieren piñas, sino depredadores aislados, hipnotizados por el mito publicitario de la selección natural resultante de la competitividad feroz. O pisas, o te pisan: esa es, en el mundo de los negocios, la regla de oro.
Incluso si su ocupación laboral no se encuentra ligada a la de su familia y se gana la vida por caminos diferentes a los de sus padres y hermanos, un individuo con titulación superior, experiencia profesional, buenas referencias… pero casado y con seis hijos, no va, evidentemente, a aceptar un puesto cuyo desempeño le reporte 1000 euros mensuales. Y, si el perfil laboral predominante en el zoco de oferta y demanda de trabajo fuese el suyo, el de un bípedo matrimoniado y con tres o más cachorros a su cargo, las empresas se verían forzadas a mejorar los salarios.
Sin embargo, cuando el perfil predominante es el hoy potenciado a bombo y platillo por las leyes, los medios de comunicación y las escuelas, es decir, el del individuo soltero o que, simplemente, mantiene con alguien una relación sentimental no se sabe hasta qué grado estable, pues las empresas encuentran ahí su campo de maniobras ideal: el buscavidas solitario que él se lo guisa y él se lo come, a cuyo alrededor no corretean niños llorando por un bollo ni dando la brasa por un juguete y que, al llegar por la noche a casa y abrir la puerta, no ha de rendir cuentas a nadie ni justificarse ante unos mocosos por no poder encender la calefacción. Al individuo de ese perfil, los 1000 le dan para ir subsistiendo mientras, una vez metida la cabeza en el engranaje de la empresa, aguarda el momento de que le sea brindada la oportunidad de pisar en vez de ser pisado, y pasar de ser colilla a ser suela.
Otro perfil muy valorado es el del divorciado con un solo hijo -¡locuras, las justas!- que, tras la ruptura, se ha quedado a vivir no con él, sino con su ex cónyuge, ex pareja o ex lo que sea. Si a un padre y una madre sus hijos les gimotean clamando por un yogur, el Estado no se inmiscuye: que les den morcilla, y ya está. Que hubieran abortado, se les dice. Pero, si se ha tenido un hijo con Pepita y la cosa ha acabado luego como el rosario de la aurora, el Estado impone la obligatoriedad de pasar mensualmente a Pepita una pensión cuya cuantía, además, compete fijar al mismo Estado y cuyo desembolso, a menudo, deja a su responsable, en la práctica, con poco más que lo puesto para atender sus gastos personales básicos. A quien no cumpla puntualmente, lo fríen. De ese modo, el ex cónyuge constreñido a pagar, queda atrapado: no le resta más remedio que tragar con el sueldo que le ofrezcan. Este es, por tanto, otro perfil de individuo en posesión de cartas privilegiadas para obtener rápidamente trabajo.
Como se ve, en las previsiones de quienes diseñan las líneas macroeconómicas según las cuales se pretende que funcione un país, siguen sin aparecer por parte alguna individuos con los que pudiésemos juntar las piezas necesarias para pergeñar nada ni remotamente parecido a un negocio familiar. El porqué, está claro. Falta la familia. Y faltan las leyes, la ética financiera y los criterios morales que estimulen, propicien y abonen el florecer de esa fórmula, antaño tan estimada y frecuentemente eficaz, de ganar el pan de cada día.
¿La solución? Hablo, repito, en calidad de observador profano en la materia, pero, mas que plantearse dar con el remedio, barrunto que nadie, en las escuelas de formación de futuros financieros, educa en otra estrategia que la conducente a alejarnos, cada día, un paso más de él. Es probable que en empresas centradas en campos como la cocina estrictamente biológica, un sector en despunte, de marcado carácter artesanal y que cubre gamas de productos de una índole más específica que los reclamados por la generalidad, el modelo de negocio familiar a que aludimos pueda conocer –siempre, insistimos, que exista una familia detrás- una cierta revitalización. Es algo, en cualquier caso, que –sobre todo, en tiempos de tan honda incertidumbre como los que vivimos- sólo el futuro nos descubrirá.
[1] JOAQUÍN ALBAICÍN es escritor, conferenciante y cronista de la vida artística, autor de –entre otras obras- En pos del Sol: los gitanos en la historia, el mito y la leyenda (Obelisco), La serpiente terrenal (Anagrama) y El príncipe que ha de venir (Muchnik).
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