"...La verdad es que el espectáculo fue apasionante, no sólo por el contento que produce ver cómo trabajan otros, sino por lo ilustrativo que fue de esos trabajos que se hacen a diario a Plaza vacía y de los que nadie se entera ni valora..."
El día 15 de mayo se celebra en Madrid la fiesta del Santo Patrón, San Isidro labrador. Día de fiesta y primera corrida de toros con cartel de «No hay billetes» en lo que va de Feria; asisten a la Plaza, además de miles de personas, las más altas dignidades municipales. Todos ellos, al entrar a la Plaza se encuentran, acaso como un obsequio especial y por sorpresa del atento Abella a quien tirios y troyanos conocen como Abeya, con una especie de demostración del 1º de mayo con el ruedo ocupado por unos laboriosos obreros armados de palas que acarrean arena de acá para allá; actúan además en la performance un experto tractorista que evoluciona vertiginosamente con su vehículo, arrastrando por la arena un pesado artilugio metálico, y un simpático volquetito de color naranja que afanosamente acarrea cargas de arena y las va depositando graciosamente en diversos lugares del ruedo. A cargo de tan singular demostración de la laboriosidad hispana, un firme capataz ordena con precisión a los operarios las zonas en que deben actuar y las acciones que deben acometer. Más tarde, en la segunda parte de la mojiganga, aparece un técnico ataviado de blanco portando unos instrumentos de agrimensura que tiende una cuerda desde un eje situado en el centro del ruedo para trazar los círculos de las rayas y a continuación el empleado encargado de la operación y manejo de la tolva propulsada por empujones que esparce la blanca cal en los trazos marcados por el agrimensor ante la estupefacción del público.
La verdad es que el espectáculo fue apasionante, no sólo por el contento que produce ver cómo trabajan otros, sino por lo ilustrativo que fue de esos trabajos que se hacen a diario a Plaza vacía y de los que nadie se entera ni valora. Quizás podían seguir por esa línea didáctica y el día de la Beneficencia poner antes a unos albañiles a hacer la demostración de cómo se levanta y enfosca un tabique de un pie o hacer una acción en enaltecimiento de la apasionante técnica del encofrado. Y además es lo mejor hacerlo a Plaza llena, para que el mensaje de la laboriosidad llegue a mucha más gente.
Tras la media hora que duró la mojiganga, a las siete y media de la tarde D. Trinidad López-Pastor y Expósito, presidente del festejo, sacó el pañuelico blanco para que se abriese la puerta de cuadrillas y salieran a hacer el paseo tres toreros nacidos en el año 1982: Sebastian Castella, Miguel Ángel Perera y Ángel Teruel, nuevo en esta Plaza, que venía a confirmar su alternativa ocurrida en Dax en septiembre de 2007. Se anunciaron toros de los Hermanos Lozano, ganadería de Alcurrucén, procedencia Núñez en puridad.
De los toros poco hay que decir, baste con que no llamaron la atención especialmente por nada malo, lo cual es un éxito después de los dos días que llevábamos. Esas historias apócrifas que te cuentan en la Plaza dicen que se rechazaron tres en reconocimiento por falta de peso, que fueron sustituidos por otros sin mayor problema. La corrida no fue especialmente reseñable en el caballo, no se cayó, hubo un toro que fue el tercero, Peladito, número 168, con una embestida preciosa y vibrante y otro, el quinto, Ambicioso, número 22, que sólo recibió un puyazo. Corrida dispareja en presentación con algunos más terciados, pero con presencia y seriedad. No es cosa de ponerse tiquismiquis para dar el aprobado al encierro, visto lo visto, porque ya hubiésemos querido que lo de ayer y lo de anteayer y lo de mañana fuese por lo menos así.
Con el toro de la confirmación Ángel Teruel echó sobre la moribunda afición un soplo de aire fresco, un aire de frescura y de naturalidad tan escasa en estos tiempos nuestros. Fue en el inicio de la faena. Se sacó al toro hasta el tercio andando con él, por bajo, con gran sabor, torería, y personalidad, nada que ver con lo de todos los días. A continuación una serie por la derecha en la que se va confiando, quedándose en el sitio, la pata ligeramente adelantada, el precioso medio pecho, de nuevo poniendo la muleta por delante y llenándola de babas en el cite. El toro le malogró el pase por alto de remate de esa serie quitándole el engaño. Luego, dos series más. El izquierdo no era el pitón y la faena es a menos, aunque el torero rebosaba personalidad: se nota que no ha salido de una de esas escuelas. La faena fue construida como las que antes gustaban en Madrid: un inicio rotundo, dos series por la derecha y una por la izquierda, coger el estoque, una más por la izquierda, y a matar. ¿Para qué hace falta más? Cuando arrastraban al toro sólo estábamos esperando que pasase rápido todo lo demás para volver a verle. En su segundo volvió a dejar seña de su sello personal, la preciosa forma de presentar la muleta con la izquierda, la torería de su figura... aunque anduvo más por fuera y sin acabar de confiarse. Deja un buen cartel y ganas de volver a verle.
Y lo demás fue más o menos lo de siempre. El llamado «Le Coq» por la prensa seria, Sebastian Castella, se empeñó en llevar a sus dos toros al platillo cuando por sus condiciones parecía que tenían la faena más cerrados, en el tercio. Será que el hombre tiene esa querencia y no vamos a censurar a nadie por llevarse un toro a los medios. En su primero dio la talla de Castella 100% con el repertorio usual de neotoreo de pata atrás, descarga subsiguiente, retorcimiento, carreritas, pasitos de las muñecas de Famosa, cite con el pico y otros daños colaterales de la peste julianesca. En su segundo no es que se cruzase descaradamente, pero se quedó un poco más. Hubo dos series de redondos en los que el hombre hizo el mayor esfuerzo que jamás le hemos visto hacer a Castella por hacer el toreo bueno, por las que se le felicita efusivamente y se le anima a profundizar por ese camino actualmente tan poco transitado.
Lo de Perera fue deprimente. El hombre se puso a darse importancia con el mejor toro de la corrida a base de hincharse a darle pases y más pases y el toro corre que te corre, tan feliz, y el público bramando como si hubiese resucitado Lagartijo. Y encima la cosa larga, larga, larga que no veíamos el momento en que a Perera se le iba a ocurrir ponerse a matar. Los clarines le mandaron el aviso de que el tiempo pasaba inexorable y a instancias de esa música decidió dar fin de la vida de Peladito, que si no es por eso podía estar aún dándole pases y más pases. La gente se lo pasó bomba con las cosas de Perera y, visto el entusiasmo que despertó, parece que debieron disfrutar lo suyo aunque al bajar de la Plaza a la explanada ya no quedase ni un maldito recuerdo de la colección de ventajismo, vulgaridad y feura que Perera había perpetrado.
Su segundo fue el del monopuyazo y no fue tan franco como el anterior. Precisaba de más toreo y como aquí de lo que se trataba era de dar pases y de que el toro se torease solito, pues las cosas no le salieron a Perera tan redondas. Otra vez será, que hay más días que longanizas.
Javier Ambel que pareó con eficacia y ganas de hacer bien las cosas, estuvo sensacional en banderillas. A Joselito Gutiérrez el toro le avisó en el primer par y le echó mano sin consecuencias en el segundo. Se echó de menos que Teruel hubiese estado mejor colocado a la salida del par para entrar raudo al quite, máxime viendo las carencias del peón y las condiciones del toro.
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