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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

miércoles, 13 de agosto de 2014

EL CULTO AL TORO / Por Joaquín Albaicín


"...El ensayo El culto al toro, publicado en la Editorial Tutor y en 2004 por Ramón Grande del Brío, autor de obras en torno a temas tan diversos como la Ecología, la Arqueología o la Física Teórica y colaborador en su día de Félix Rodríguez de la Fuente, nos acerca al mundo de la Tauromaquia por un sendero ya muchas veces transitado..."

EL CULTO AL TORO 


Por Joaquín Albaicín 
Escritor y aficionado 
¿Sabían ustedes que, en los siglos en que no había plazas de toros propiamente dichas, las corridas tenían lugar en los atrios de iglesias y ermitas? ¿Que en los primeros ruedos crecían árboles, no a fin de que pudiera el lidiador hallar refugio en su copa, sino como símbolo de la unión de los Tres Mundos? ¿O que nunca, en la Antigüedad, fue dejada al azar la elección del lugar donde había de ser erigido un recinto de culto taurino? En efecto, la posición del enclave con relación a las rutas de paso de las aves migratorias, su conexión con las vías de peregrinación, sus características geodésicas y, muy en particular, sus cualidades sofiánicas y epifánicas eran elementos calibrados a ojo de buen zahorí antes de procederse a la construcción del coso.

El ensayo El culto al toro, publicado en la Editorial Tutor y en 2004 por Ramón Grande del Brío, autor de obras en torno a temas tan diversos como la Ecología, la Arqueología o la Física Teórica y colaborador en su día de Félix Rodríguez de la Fuente, nos acerca al mundo de la Tauromaquia por un sendero ya muchas veces transitado, pero la verdad que casi siempre de modo bastante pedestre: el del simbolismo sagrado, ese idioma sin palabras en virtud del cual el toreo trasciende la pura esfera de lo artístico para alcanzar una dimensión metafísica. Nos hallamos, pues, ante un libro que parte de una verdad a menudo olvidada: la de que los aspectos fundamentales de la corrida de toros -más allá de su máscara popular- enraízan en lo trascendente. Pero, además, ante un autor que desarrolla con rigor y elocuencia su discurso simbólico, si bien deslices como calificar a Mitra de diosa, y no de dios, revelan algunas lagunas.

La noción de toro metafísicamente muerto -aquel que habría de ser considerado inepto para la lidia en base a su carencia de la debida consistencia simbólica- es, quizá, su gran aportación filosófica. Evidentemente, en un mundo moderno que ha perdido de vista el sentido de las cosas, ni los empresarios, ni los apoderados ni el público van a preocuparse jamás de si tal pablorromero o jandillaestá o no metafísicamente muerto. Y. ¿qué ganadero asumirá el argumento de Grande del Brío en el sentido de que los problemas que hoy afectan al toro no provienen de la falta de cuidados, sino de todo lo contrario? Quizá, sí, algún torero se pare a reparar en su apuesta por “un estudio sobre el ruido de conjunto que suele haber en la plaza durante las corridas de toros y sobre la misma actitud anímica del público que acude a ella”, pues en dichos factores de polución radicaría, a su entender, el daño psicológico que, conjuntamente con el inflingido al toro por su pérdida de calidad de vida desde el punto de vista animal, ocasionaría sus frecuentes pérdidas de manos durante la lidia.

Otra apreciación de calidad a anotar al autor es su subrayado de que la fiesta no puede ser completa si no es seguida de la comunión, del banquete, del ágape de ultratumba heredado de los atlantes y tenido por festín supremo en un medio como ese mundo post-diluvial al que nos retrotrae el libro: un laberíntico tablero de escasos habitantes -pero obedientes todos al ritmo de las constelaciones- y con un bucráneo colgado de un árbol saludando al caminante cada dos pasos. Una pena, por cierto, no habernos llevado a las fauces el rabo estofado del alcurrucén de la confirmación de Julio Aparicio o del benavides inmortalizado por Paula.

Algunos de sus asertos podrían suscitar un interesante debate. Por ejemplo, su afirmación en el sentido de que una novillada no gozaría de la pureza ritual plena debido a que “un novillo no puede adquirir plena categoría de símbolo”, invita a un cotejo crítico con los sacrificios de novillos rojos en el Templo de Jerusalén o los antiguos rituales en que determinado dios o diosa demandaban la inmolación de un niño o un adolescente.

Este ensayo asume, además, la defensa de la casta del toro de lidia, esa cualidad que le hace -en palabras del autor- metafísicamente vivo, y la defensa del toro como especie. Pero es, ante todo, un discurso numantino contra quienes quieren “orillar, solapadamente, la solera de las cosas”. Cuyo nombre, por cierto, es legión (como el del Anticristo).




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