la suerte suprema

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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

viernes, 23 de noviembre de 2018

Juan Mora y Unamuno, juntos en el nuevo libro "Como decíamos ayer"



MIGUEL ÁNGEL MALAVIA, escritor

Colaboran más de 70 personas representativas de nuestra sociedad, preguntando cada uno cómo quiere a un Unamuno 'vivo' en 2018. También pregunta sobre tauromaquia la periodista Leticia Ortiz


Juan Mora y Unamuno, juntos en el nuevo
 libro "Como decíamos ayer"


Juan Mora, torero

Don Miguel, usted dijo:

“Hablo de mí porque soy el hombre que tengo más a mano”. Esa es una cita que se ha quedado grabada eternamente en la historia de la vida, de los seres humanos, por ser muy profunda y pura. De mí, que soy un torero de letras (sentimientos) más que de números, alguien dijo que, desgraciadamente, solo me conocían trescientos aficionados, en alusión a la taquilla. A lo que contesté: “Son demasiados, yo todavía no me conozco”. 
El toreo es un mundo lleno de valores, y eso lo llevo muy arraigado, pero me faltaba algo, y ha sido en la lectura donde se ha producido esa fusión entre la persona y el torero. Es ahora cuando he empezado a encontrar sentido a muchas cosas que a veces parecían no tenerlo. Creo que es la palabra, serena y medida, la que armoniza las cosas. Yo no la encuentro a veces por haberme perdido muchos años de leer. Imagino que usted, a través de sus palabras, tan a mano y tan sabias, llegó a conocerse muy bien interiormente, y también a las personas. De ahí mi pregunta: ¿qué es más difícil, don Miguel, conocerse a sí mismo o a los demás?

Antes de nada, maestro, permíteme decirte que yo te conozco más allá de las palabras. Sé del gran tesoro que escondes en tu intimidad porque te he visto torear con la autenticidad que reclamo cuando acudo al rito taurino. Yo estuve el 25 de septiembre de 2011 en la última corrida (hasta ahora, pues espero del dios llamado Libertad que se apiade de nuestra alma) en la Monumental de Barcelona, antes de consumarse la prohibición de los toros en Cataluña. Ese día compartías cartel con Serafín Marín y con José Tomás, un asceta vestido de luto, como requería la ocasión. No fue tu mejor tarde, pero también quisieron sacarte a hombros junto a tus compañeros, llevándote antes a la boca la sagrada arena que iba a ser presa de la censura. Ese gesto, como muchos otros aquella tarde, electrizó la plaza.

Pero, sobre todo, un año antes en Madrid, yo estuve en Las Ventas ese 2 de octubre de 2010 que hiciste eterno. Era la tercera tarde de la Feria de Otoño, con los Torrealta. Jamás lo olvidaré. Toreabas con Curro Díaz y Morenito de Aranda, pero tú enamoraste a la gloria y te la llevaste contigo a soñar despierta. Tu primera faena fue, entera, una obra de arte con sabor añejo y pureza: eléctrica y a cámara lenta, deslizando la tela sin que la rozara siquiera la testuz del toro y con toda la autoridad del mundo, cada gesto a su justo tiempo. Pero, sobre todo, me fascinó tu figura: hierática, natural, sencilla, auténtica. Eras un fantasma encarnado que no necesitaba artificialidad alguna: solo clavar los pies en la arena y dejarte llevar, con los brazos desplegados con una bendita naturalidad. El rostro no llegué a vértelo con los ojos, pues estaba en la Grada del Tres, pero sí penetré en tu alma con los ojos de la mía, embriagándome de tu emoción queda, de tu hieratismo contenido para no dejar traslucir el fuego que empujaba para salir y estallar.

Si un buen muletazo bien puede valer una vida entera de sacrificio (la del torero es una de las profesiones más duras, bien lo sabes), esa tarde nos regalaste una obra completa, regada por el divino temple y el sacrosanto silencio que lo invade todo despacio, muy despacio. Esa tarde, te lo digo con el corazón en la mano, te vi y te reconocí en tu intimidad. También, por cierto, gracias a esa desnudez que nos regalaste a un público que fue contigo parte de la obra, y por tanto comunión en un instante único e irrepetible, percibí con claridad lo que hay detrás de una lucha sin cuartel. Todos los presentes en la plaza nos emocionamos al ver cómo paseabas las dos orejas junto a tu hijo, portador de los apéndices de la gloria mientras era el chico más feliz del mundo. Pero no todos pudieron observar lo que unos cuantos, congregados al final del festejo, vimos tras tu rutilante salida por la Puerta Grande.

Mientras entrabas en volandas en tu furgoneta, en plena vorágine de gritos y flashes, los que no me cupo duda de que eran tus familiares lloraban y se abrazaban emocionados a un lado. Ajenos al resplandor de la divinidad convocada, ellos daban gracias por el milagro que se había producido en un torero como tú, que, como bien dices, eres un veterano que no ha podido disfrutar de ver su nombre grabado en los carteles más importantes de un modo continuado.

Por eso te digo que te conozco, porque he visto tus entrañas hirviendo en la pasión al entregarte de lleno a tu vocación. La mía, como bien dices, es expresarme con la palabra. Y aquí llego a lo que me preguntas: ¿es más difícil conocerse a sí mismo o a los demás? Mejor, te cuento mi experiencia y tú la interpretas. Escribiendo ante un folio en blanco es como abro el alma por entero. En el silencio que se apodera del escritorio, me pienso y pienso en todo lo que me rodea. Muchas veces hice ejercicio de la palabra hablada. De hecho, recorrí toda España con mis sermones laicos, animando a todos a ser seres emancipados, completos. Pero donde soy más yo es en el silencio que se derrama ante lo que está por quedar escrito.

Para que percibas hasta qué punto esto es así, lo ilustro con una anécdota. Ocurrió el 31 de diciembre de 1906, exactamente 30 años de mi muerte. Esa sí sería una Nochevieja de sangre fraticida, por cerrarse el 1936 en el que se fraguó nuestra maldición, pero, en cambio, esa Nochevieja de 1906 era una noche más, normal. Escribiendo un poema, en medio mismo de la composición, sentí claramente cómo la parca me acechaba. Me convulsioné, claro, pero no dejé de escribir. Y este fue el resultado:

 Es de noche, en mi estudio. / Profunda soledad; oigo el latido / de mi pecho agitado / -es que se siente solo, / y es que se siente blanco de mi mente-. / y oigo la sangre / cuyo leve susurro / llena el silencio. / (…) / Tiemblo de terminar estos renglones / que no parezcan / extraño testamento, / más bien presentimiento misterioso / del allende sombrío, / dictados por el ansia / de vida eterna. /

 Los terminé y aún vivo. Podía haber muerto en mitad de ese texto, así al menos lo sentía. Pero no dejé de escribir. Porque, si concibo la vida como una lucha sin fin, mis armas son la palabra, hablada y sobre todo escrita.

Como ves, me conozco bien. ¿Y a los demás? A ellos consagré mi existencia entera. Si escribí desnudando mi fe quebrada en la agonía o mi evolución constante ante cualquier gran idea, fue para contagiar mi fuego a los demás. Nunca los concebí como una masa informe. Por eso hablé a mi pueblo vasco, a mi España, como si de un hijo se tratara. Y lo hice apelando a esos individuos que, representantes de ese pueblo con alma, podían salvarla.

Vuelvo a mi Vida de Don Quijote y Sancho:
“El átomo es eterno, si existe el átomo. Lo que es de cada uno de los hombres, lo es de todos; lo más individual es lo más general. Y por mi parte prefiero ser átomo eterno a ser momento fugitivo de todo el Universo”

Prosigo: 
“Cuanto más se estrecha y constriñe la acción a lugar y tiempo limitados, tanto más universal y más secular se hace, siempre que se ponga alma de ternidad y de finitud, soplo divino que es en ella. La mentira más grande en la historia es la llamada historia universal”. ¿Acaso recorrió Don Quijote el mundo entero para deshacer entuertos? ¿No se centró acaso en su amada tierra? “Su corazón le decía que, vencidos los molinos de viento de la Mancha, quedaban vencidos en ellos todos los molinos”. Porque “no os quepa duda de que el día en que sea vencido del todo y por entero un malicioso, la malicia entera empezará a desaparecer de la tierra”.

Así, querido amigo, yo recojo la lanza quijotesca y nunca dejaré de ensartar en ella las cadenas que lastran nuestro caminar como pueblo dentro de la humanidad entera. Si para ello, por ejemplo, he de adentrarme en el alma de un gobernante que solo se sirve a sí mismo o en la de un cura sin fe entregado a la ramplonería que genera creyentes sin vida, lo haré hasta el final.

Concluyo así:
 para conocerme, he de conocer al pueblo en el que me encarno. Es una lástima que la expresión “somos una unidad de destino en lo universal”, expresada por José Antonio (a quien conocí y en absoluto me fascinó), haya sido apropiada por el esclavizador régimen de Franco, que la convirtió en anatema homogeneizador, haciendo ver que España es una sola (qué inmenso error…).  Aun así, haciéndomela llama en el corazón, digo que esa frase refleja perfectamente lo que clamo al viento. Como Don Quijote, “yo sé quién soy”. 


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