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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

lunes, 26 de diciembre de 2016

La exigencia de los aficionados por el toro íntegro, el dilema del "mal menor y el bien posible".


Fragmento del oleo "De pelajes varios", original de Luis García Campos

Los aficionados pueden ser exigentes, pero no pueden considerarse unos utópicos irremediables. Lo que hoy exigen es que el toro vuelva por sus fueros, con casta, con toda su integridad y respetando la diversidad de procedencias. Reclaman, en suma, la integridad del toro de lidia, lo que en modo alguno supone que los aficionados sean un "integristas", como despectivamente los calificaba hace unos años Simón Casas; son sencillamente, aficionados que defienden uno de los pilares fundamentales de la Tauromaquia. Ya saben que más de la mitad de los toros que saldrán al ruedo en Madrid volverán a ser del encaste domecq. Pero hasta en eso hay clases y clases.


Los aficionados coinciden en sus reclamaciones
La exigencia de los aficionados por el toro íntegro, el dilema del "mal menor y el bien posible".

No puede atribuirse a una casualidad. Pero con pocos días de diferencia la madrileña Asociación “El Toro” y la Unión de Abonados de Sevilla han sacado sus bolas negras y blancas respecto a las ganaderías que les gustaría ver anunciados y suprimidos en sus carteles. Pero si da uno un paseo por otros lugares, las reclamaciones no resultan muy diferentes.

No hace falta meterse en mayores entretelas para comprobar que unos y otros reclaman el mismo tipo de toro: no sólo íntegros, sino además de respeto, con casta y con diversidad de encastes. Se repiten las preferencias por ganaderías como las de Dolores Aguirre. José Escolar o Cebada Gago. Y, sobre todo, vuelven a coincidir en su oposición a la superabundancia domecq. En otras palabras, más corridas bravas y menos toros predecibles. Guste o no guste, hay que reconocer que en su lógico entusiasmo torista caminan a contracorriente.


Llevamos unas cuantas semanas en las que con reiteración se le ha recordado a Simón Casas que debe respetar el sentido torista de la plaza de Madrid. Pues bien, en el informe-resumen con el que se ha despedido Taurodelta consta detalladamente cómo el 54% de las reses que se lidiaron durante 2016 eran de procedencia domecq, con 45 hierros diferentes, el 62,5% de los que se anunciaron. A la procedencia núñez respondieron el 9,6%%, a la de santacoloma el 5%, de lo procedentes de atanasio el 7,7% y de albaserrada el 4,8%.

Es bien cierto que en ese cajón de sastre que conocemos como encaste domecq entran tanto lo de Juan Pedro o Jandilla como lo de Pedraza de Yeltes, por ejemplo, que en la práctica luego no tienen mucho que ver, como se comprueba por la composición de las ternas que los lidian. Pero la realidad es la que es: más de la mitad de los toros y novillos que salieron en Las Ventas venían de donde venían, de la procedencia que para los aficionados está en entredicho. En cambio, las que se reclaman tienen una presencia marginal, si es que la tienen.

Si se sigue esta línea argumental, se cometería un error de libro si se tratara de llegar a la conclusión de que, en realidad, los aficionados piden un imposible. Tal como está el toreo pensar que a base de cebadas o de aguirres van a ir todas las figuras a las grandes ferias constituye sencillamente una utopía.

Un matiz: conviene enfatizar que eso ocurre por cómo está hoy el toreo. Pero no siempre ha sido así. Cuando en la edad de oro del toreo los aficionados se encresparon con Joselito y Belmonte, precisamente por las ganaderías con las que se anunciaban, se produjo la célebre comida de los dos colosos: para acallar las críticas decidieron prodigarse más con las corridas de Miura y en las ferias de relevancia. Del orgullo torero de Antonio Ordóñez se cuenta cómo pedía una corrida seria para verse en la puerta de cuadrillas con quien fuera la novedad del año. Y lo solía hacer en Madrid, para la confirmación.

Pero, por más que nos guste mirar hacia el pasado, la historia se queda archivada en sus propios tiempos; luego la realidad diaria es lo que ocurre en los ruedos. Y hoy estamos como bien se sabe. Por un lado, al empresario se le exigen eso que llaman “carteles rematados”, que la postre no dejan de ser variaciones sobre la misma partitura del sota, caballo y rey. Pero, por otro, los aficionados desean otro toro muy diferente, más íntegro, más auténtico, más diverso en su origen. Probablemente quien trate de cohonestar ambas cuestiones sentirá una sensación de impotencia: ambas cosas hoy no se pueden dar a la vez.

En realidad, el problema en origen no radica tanto en ese toro diferente que hoy se reclama. La cuestión profunda se asienta sobre el estado de la cabaña de bravo, homogeneizada en exceso bajo el criterio de ese concepto que los taurinos llaman “el toro que sirve”. Con el añadido de la escasa predisposición de quienes mandan en el escalafón de anunciarse con hierros diferentes, bajo el paradigma de ir a las plazas con mayores garantías. Luego en demasiadas ocasiones con ese toro los aficionados se aburren soberanamente en las plazas. Pero eso parece que importa menos.

El ganadero que no cuenta con esas reses que hoy se demandan, corre el riesgo de tener que mandarlas al final matadero, o dedicarlas a los festejos populares; el horizonte más esperanzador radica en las plazas toristas de Francia. Pero pensar que en el abono de San Isidro una corrida de Prieto de la Cal, o de Isaías y Tulio Vázquez, la van a matar mano a mano El Juli y Roca Rey, supone haber desconectado de la realidad.

A todo ello debe unirse un factor decisorio: para nuestra desgracia, el peso de los aficionados en el conjunto de espectadores cada día es menor. Lo cual se traduce en un hecho empresarialmente incontestable: no siquiera todos los aficionados que reclaman el toro diferente van luego a los tendidos, cuando se anuncian en los carteles.

Siguiendo al clásico, nos encontramos, pues, que el empresario se debe enfrentar ante al viejo dilema de elegir entre “el mal menor y el bien posible”, a la hora de confeccionar sus abonos. Atender las reclamaciones de los aficionados presupone reducir las ventas; ceñirse a lo que los toreros exigen, defraudar a los más puristas. Simón Casas, que en ocasiones es demasiado hablador, ya dijo hace unos años aquella frase lapidaria que le perseguirá de por vida: “Hay que acabar con esos 20 o 25 integristas que por su comportamiento en determinadas plazas joden un espectáculo al que acuden 20.000 espectadores. No me escondo. Hablo claro”.

De medio a medio se equivocaba Casas. Quienes quieren un toro íntegro y con casta no son “25 integristas”, son muchísimos más, aunque se reconozcan que forman la bancada de las minorías en una plaza. Y además resultan necesarios: sin la continuada llamada de atención de esos que Casas moteja despectivamente de “integristas”, destruiríamos la barrera para que los desmanes no vayan a más.

Pero ni el más exigente de los aficionados sigue creyendo que los Reyes Magos son los padres; tienen los pies en el suelo. Por eso, mas allá de sueños utópicos, lo que de verdad reclaman es el toro íntegro; esto es, con todo su poder, con su dosis de casta, con su integridad intacta. En paralelo aspiran a que las figuras rompan con sus posiciones más conservadoras, que se arriesguen algo más con la diversidad de encastes y procedencias.

Y esto es posible, si entre todos los sectores de empeñan. Sin ir más lejos, no cabe olvidar que hoy se dan ejemplos de criadores que, viniendo desde lo hoy establecido como norma, buscan acercarse más a ese toro que reclaman los aficionados. El caso más conocido es el de Fuente Ymbro, que partiendo de una rama que es puro domecq, hoy le ha subido los niveles de casta de manera apreciable; o el de Alcurrucén, que siendo cien por cien núñez, no por ello cultiva en exclusiva el “toro predecible”. Bien es cierto que a costa en muchas ocasiones de que en la misma medida que aumentan la casta, se rebaja el nivel de los carteles en los que se anuncian. Frente a un encastado fuenteymbro, mucho mejor un suave garcigrande, dirán las figuras.


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