Predican la buena nueva de actualizar la Tauromaquia para que sea conforme con los gustos de los tiempos modernos. Pero, en realidad, lo que quieren decir es que se abandonen unas normas reglamentarias, que son las que han permitido que la Fiesta, en sus elementos fundamentales, haya llegado incólume hasta nuestros días, viniendo como viene de hace muchos siglos. Dar barra libre a la autorregulación en este mundo del toreo es hoy por hoy un despropósito. Que los gustos sociales han cambiado, resulta una obviedad; pero se olvidan que tal cambio no es de ahora mismo, se implantó desde que en España el 600 se hizo popular y puso a nuestro alcance dos docenas de formas de ocio, que además eran de gratis total. No achaquemos a los sentimientos animalistas lo que no les pertenece
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La autorregulación frente la integridad de la Fiesta
Cantos de sirena en favor de una pretendida modernización de la Tauromaquia
Miedo da, la verdad. Pero se despiertan todos los temores cada vez que los taurinos, sobre todos los que pasan por ilustrados, se ponen a predicar la buena nueva de trabajar mirando hacia el aficionado, dejando de un lado las normas y los requisitos establecidos por la historia.
El discurso es sencillo. Pero insostenible se mire por donde se mire. Cuando se reclama, por ejemplo, que la autoridad debe supeditar sus decisiones a los gustos de aficionados y espectadores en general, lo que en realidad se pide es arrumbar el Reglamento, si no es que, con un sentido buenista, lo que algunos pretenden alterar son los pasajes básicos de la lidia, en aras de no se sabe que hipotéticos beneficios de futuro que ya veremos si vienen.
Cuando algunos empresarios, con una vocación sobrevenida de ser pro-aficionados, platean reclamaciones de ese porte, lo primero que habría que preguntarles es algo muy sencillo: ¿Por qué no piensan ustedes en el aficionado cuando confeccionan carteles de muy escaso interés, cuya principal virtud es ser de bajo costo? Hay abonos, tal que el de Madrid, en el que la empresa se asegura sus ganancias en buena medida con los festejos low cost; por más que para quien va al tendido la cosa tenga nulo interés, les basta con media plaza para obtener beneficio, algo que a lo mejor no se obtendría anunciando a tres primeras figuras. [“Con Morante de la Puebla, El Juli, José María Manzanares y el “No hay billetes”, en Sevilla hubo 96.000 euros de pérdidas”, Ramón Valencia dixit, 2013].
Al empresario, desde luego, hay que dejarle toda la libertad para realizar su trabajo. Lo contrario sería hasta saltarse la Constitución. Pero el ejercicio de la libre empresa no habilita a nadie a cambiar lo sustantivo del producto final que ofrecerá al mercado. Y justamente eso es lo que se esconde en la mayorías de las ocasiones detrás de estas proclamas. Y es que definen unas pretendidas creatividades cuando en realidad de lo que se trata es de adulterar la lidia.
Toda esta dinámica se envuelve en un argumento que a la postre resulta demasiado falaz: “adaptar la Fiesta al siglo XXI”, porque entienden --por ejemplo, la Junta de Andalucía-- lo que no es más que un lugar común, una obviedad: “que la sociedad ha modificado sus hábitos socioculturales” en lo que se refiere a la Fiesta. Se olvidan que esta modificación viene de lejos, mayormente desde que en nuestro país el 600 comenzó a arrasar en las carreteras, ofreciendo dos docenas de formas de ocio con unos precios al alcance de todas las economías, cuando no eran de gratis total.
Ahora hasta la plataforma de Tauromaquias Integradas apuesta en su ambigüedad por hacer concesiones en una materia que linda con las exigencias animalistas. Sin embargo adaptar lo taurino a los nuevos tiempos y usos sociales no puede hacerse a costa de romper el fundamento de la lidia.
Ponernos a discutir si el matador no debe realizar la suerte del descabello más de cinco veces, o si ahora corresponde modificar el diseño de las puyas --cuando nadie habla de esas tanquetas inexpugnables en las que han convertido a los caballos de picar--, y cosas similares, no deja de ser dar tres cuartos al pregonero, que anda muy despierto y al acecho.
Si de verdad se quiere adaptar la Fiesta al a los nuevos tiempos, en primer término habría que modificar de arriba abajo la economía taurina, que sigue anclada en métodos y criterios del siglo XIX. Pero a continuación habría que meterle mano a un algo intangible: las formas de razonar que hoy tienen las figuras, cuando se aferran a no salirse del estrecho círculo de cinco o seis ganaderías, que todas parecen gemelas, aunque luego exijan unos dineros que no se corresponden con la realidad del negocio. Y por encima de todo habría que recuperar para el espectáculo toda su integridad y su autenticidad, que toma su primera causa de la dehesa de bravo.
En esto de las creatividades, en algunas ocasiones se compara a la Fiesta con otros espectáculos, como la ópera y el cine, a los que se pone de ejemplo de su adaptabilidad a la sociedad en la que vivimos. El argumento no se tiene de pié. En primer término, porque en ambos espectáculos su razón de ser permanece inalterable desde que se inventaron; como mucho, se cambia el decorado. Pero se da también una diferencia fundamental con el mundo del toro: ambos espectáculos sobreviven empresarialmente sobre la base de una política de subvenciones públicas y privadas que la Fiesta no tiene. Y, sobre todo, porque en ambos espectáculos “se muere de mentirijillas”; en los ruedos, la cosa es muy diferente como bien se sabe. Unos se basan en un libreto de creación, que fija hasta cuando el chico tiene que besar a la chica; en el otro, en cambio, todo resulta impredecible, nada se puede diseñar de antemano, aquí no hay más guión que la verdad que puedan encerrar un toro y un torero en el centro de un ruedo.
O sea, que creatividades las justas y necesarias. Pero no puede aceptarse que en aras de unos beneficios que están muy por ver, algunos traten de diseccionar la Fiesta como si estuvieran en un quirófano. La Fiesta es lo que es, o no será nada. Que se pasen por la plaza de Quito los humanizadores del toreo; un referéndum tumbó la lidia completa –esto es: incluida la muerta a espada-- y dejó a lo taurino hecho unos zorros.
En cambio, nadie habla de cuál es la fórmula magistral para que un espectáculo taurino tenga tantos y tantos tiempos muertos, que le hacen perder todo su ritmo y su compás. Mucho menos a nadie se le ocurre preguntarse cuál es la causa por la que en el toreo actual el triunfo no entra dentro del capítulo del mérito adquirido, cuando en febrero ya se han firmado hasta las contrataciones de los mismos de siempre para el lejano septiembre. Y nada digamos del caso que se le hace a todos aquellos que afirman que los dineros de cada espectáculo están hoy fuera de la lógica del mercado: pagar un dineral por estar en recinto profundamente incómodo y por un espectáculo en el que lo único seguro es que a su hora se hará el paseíllo, todo lo demás no deja de ser una gran interrogante. Aquí no hay chico y chica para que la tarde acabe en boda.
Lo que, en definitiva, los taurinos no tratan de enmendar, con las creatividades y con todo lo demás, es la absoluta falta de credibilidad que tienen tantos de ellos. ¿Cómo van a predicar la nueva buena del toreo quienes se mueven por los agobiantes y casi secretos vericuetos de ese mundo, a los que toda crítica les parece un exceso y todo elogio insuficiente? Primero deberían aportar una transparencia, en todos sus niveles, de la que hoy huyen como gato escaldado.
Llegan a tal punto en sus incongruencias que dejarlo todo al albur de la autorregulación se convertiría hoy en el mayor error que pueda cometerse para garantizar el futuro de la Fiesta. Por el contrario, necesita de un poder independiente que la regule y la controle. Si no hubiera sido así, no habría llegado incólume en todo lo fundamental desde los pasados siglos a nuestros días. El Reglamento será muy perfectible, pero resulta indispensable.
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