No queda nadie que no considere la política y la banca una olla de judas y ladrones
¡Pinches terroristas!
Joaquín Albaicín
Cinco de la madrugada. No estaba de Dios lograr ni pegar ojo, ni concentrarme al cien por cien en la lectura. Pese a todo, acabé el libro. Tuve la suerte de que fuera Los terroristas, una policíaca de Maj Sjövall y Per Walhöö, matrimonio que, movido por no excesivas pretensiones de orden artístico, pero con gran eficacia narrativa, escribió a dos manos una obra de afilada coherencia interna y bordes nada delicados en un tiempo –los 60 y 70– signado por la confrontación de bloques, la tensión nuclear y los golpes asesinos de la Baader-Meinhoff o células tan terroríficamente absurdas como el Ejército Simbiótico de Liberación.
Antes de la prematura muerte de él, los cónyuges publicaron una decena de novelas detectivescas mediante las que, a la vez que entretener, pretendían vehicular sus criterios acerca de lo que debiera ser un mundo mejor y denunciar sin ambages las contradicciones y falacias inherentes al Estado de Bienestar sueco, al que desenmascaran como un entramado de corruptelas, eufemismos e indignidades podrido de la cruz a la bola. Cierto que sus críticas fueron siempre unilaterales y producto de la estrategia adoptada o las consignas asumidas en cada momento por el Partido Comunista sueco, en el que ambos militaban, o que esas objeciones no habrían podido ver la luz de la imprenta en la URSS, la RDA o Albania. Pero ello no resta un ápice de peso, autenticidad y sentido común a la ironía que las envuelve. No les resta, incluso, ni actualidad, si se lee la novela en la reciente edición en la Serie Negra de RBA y se constata que, alrededor nuestro, no queda nadie que no considere la política y la banca una olla de judas y ladrones y, a sus apóstoles, una caterva de mediocres engreídos y sin escrúpulos.
No es sólo que Sjövall y Walhöö crecieron en una Suecia cuyo icono Disney era Olof Palme, un profesional del pacifismo que cobraba sin cesar jugosas comisiones vendiendo armas a todos los ejércitos y guerrillas del mundo. El denuesto de la hipocresía y de las arteras bondades de los lobos travestidos con la piel de cordero del humanitarismo ha sido siempre uno de los blasones de que con mayor orgullo puede presumir la novela negra. Valga de ejemplo El complot mongol, de Rafel Bernal, presentada en España por Libros del Asteroide como primicia y –suponemos que con razones para ello– como la novela fundadora, en 1969, del género negro en la narrativa mexicana (y a decir de Élmer Mendoza, incluso en la literatura en la lengua de Cervantes).
¿Qué es El complot mongol? Imaginen que Mihura se hubiera criado en México y escrito una de espías. Los toques de astracanada y esperpento y los guiños a Fu Manchú son rotundamente geniales. También debe este relato ser deudor de Harry Stephen Keeler, aunque no sé de cierto en qué, pues las novelas de éste las leí en mis días de colegial y sólo guardo remembranzas en exceso vaporosas –o falsos recuerdos dalinianos– de ellas, así que no me hagan mucho caso en esto. Habré de hacerme con alguna en la próxima Feria del Libro Antiguo y de Ocasión y descubrir si a esta sensación mía le asiste fundamento.
Como los protagonistas de los relatos de Dashiell Hammett, el de El complot mongol lleva también mucho vinagre recalentado en las tripas. Y si Hammett, a fin de que el ritmo no se le atascara, echaba mano de su librillo de maestrillo mandando cada dos por tres a sus detectives y gánsters apagar el cigarrillo en el cenicero, colgar el sombrero del perchero o colocarse cara a la ventana con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, en El complot mongol Bernal también destapa sus recursos poniendo cada equis líneas en labios del inspector García un: “¡Pinche intriga internacional!” O un: “¡Pinche Mongolia Exterior!” O un: “¡Pinches rusos!” Como Hammett quizá no habría sido nadie sin su culto literario a la colilla y la mascota de ala corta, este adjetivo azteca –ausente, como se supondrá, de la también trepidante novela de los nórdicos– es la piedra de toque otorgante de sello propio al tono narrativo de un Bernal cuya novela se ha convertido –con avales artísticos sobrados– en pieza de culto.
Tal que en la de Sjövall y Walhöö, el asunto también aquí reside en cercenar una amenaza terrorista. ¿A quién obedecen los Mateo Morral de esta rocambolesca y efervescente intriga? ¿A Pekín? ¿A La Habana? De eso se trata, de averiguarlo mientras contiene uno las ganas de irse con Martita, que es mucha Martita. ¡Pinche Martita!
En suma, y aunque con socarronería y en tono de coña, viene Bernal a proclamar a viva y fatalista voz lo mismo que en plan serio y vindicativo los suecos: que el edificio, de los sótanos a la cúspide, está descompuesto. Y, si atufaba ya con tamaño hedor en 1969, podemos figurarnos hasta dónde –en Estocolmo o en el D. F., en Washington o en Ciudad del Cabo– alcanza ya la putridez.
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