"...Fue el Estado franquista quien, tras varios años y muchas negociaciones, y previo indulto de aquellos que tuvieran en España causas pendientes o condenas firmes por su actuación durante la guerra civil, sacó del infierno a los supervivientes de aquel dislate (con el consiguiente y, no en vano, merecido provecho político ante la comunidad internacional)..."
Antifascistas en el Gulag
¿Qué hacía Rafael Pelayo de Hungría, comunista español y partisano soviético en las estepas, fugándose de la Unión Soviética con un sargento de la División Azul, camuflados ambos entre los contingentes de ex combatientes alemanes repatriados tras lago cautiverio en Rusia? Pues… ¿qué iba a hacer? Sencillamente, poner pies en polvorosa como fuera tras arrojar a la letrina el lastre que siempre supone eso de tener una ideología.
Y es que uno de los muchos saldos en números rojos dejados en 1939 por la derrota de la República fue el de los exiliados, y no sólo porque el papel moneda emitido por Madrid hubiera perdido todo valor. Para los fugitivos, claro, no era lo mismo haber logrado hallar acomodo –por precario que fuera- en México o París que en la URSS. Persuadidos por sus líderes de que el paraíso de los obreros era su lugar en la vida, muchos comunistas ibéricos recalaron allí, donde desde hacía tiempo les esperaban, aparte de unos tres mil “niños de la guerra”, bastantes pilotos en su día desplazados hasta tan remotos parajes para recibir cursos de vuelo, así como marinos a cuyos barcos sorprendió el final de la contienda atracados en puertos rusos.
Lógicamente, en cuanto se coscaron del cenizo que recubría toda la pesadilla leninista y constataron que allí se vivía en la miseria y a golpe de látigo, tanto los comunistas como quienes no lo eran iniciaron denodados trámites –supuestamente existentes- para ser autorizados a abandonar el país y trasladarse bien a España, bien a otras naciones donde podrían reunirse con sus familiares. La dirección del PC español fue el mayor obstáculo con que se toparon. En primer lugar, que los antifascistas huyeran de las condiciones de vida vigentes en la URSS no constituía una propaganda deseable. En segundo, era de temer que contaran cómo de verdad transcurrían allí las cosas. Finalmente, aquello constituiría un imperdonable desaire a Dolores Ibárruri, en torno a la cual los dirigentes comunistas españoles estaban edificando un culto a la personalidad calcado del promovido por el PCUS en torno a Stalin: si éste era el severo Padrecito de Todos los Soviéticos, ella –La Pasionaria– era la amantísima Madre de Todos los Obreros Españoles.
La política adoptada por el PCE de la época se centró, pues, en la ejecución de purgas internas paralelas a las regularmente aplicadas en sus filas por el PCUS, así que la Madrecita puso enseguida manos a la obra a un equipo de leales con la misión de investigar y denunciar ante las autoridades soviéticas las conspiraciones fascistas en que andaban envueltos todos aquellos traidores que abominaban de la sopa de remolacha soviética.
La primera medida fue suave: invitar, a todos los aspirantes a marcharse, a firmar un documento declarando lo felices que vivían en la URSS y solicitando que Moscú no prestara oídos a futuras peticiones que, para sacarlos de allí, pudieran formular sus familias o cualquier organización o gobierno. Como sólo lo rubricaron dos, los republicanos españoles empezaron muy pronto a conocer el Gulag, donde –bromas del Destino- coincidirían con los cautivos de la División Azul. Son los líos en que se mete la gente, o en los que la vida enreda a los habitantes del Valle de Lágrimas. Quién iba a decir a un buen señor nacido en un pueblo de Toledo y anarquista, comunista, socialista o, simplemente, republicano de toda la vida, que iba un buen día a verse cargando vagonetas de pedruscos en un campo de concentración del Círculo Polar Ártico, rezando codo con codo con un falangista por que Dios diese salud y larga vida a Franco, porque él era su única esperanza de salir algún día del agujero.
Irónicamente, así ocurrió. Fue el Estado franquista quien, tras varios años y muchas negociaciones, y previo indulto de aquellos que tuvieran en España causas pendientes o condenas firmes por su actuación durante la guerra civil, sacó del infierno a los supervivientes de aquel dislate (con el consiguiente y, no en vano, merecido provecho político ante la comunidad internacional). La historia de esos esfuerzos y de los –casi baldíos- del fantasmal Gobierno de la República en el Exilio, la cuenta con todos los detalles la profesora rumana Luiza Iordache, Doctora en Ciencias Políticas y docente en la UAB, en su voluminoso y amenísimo estudio En el Gulag. Españoles republicanos en los campos de concentración de Stalin (RBA).
Aparte de tratarse de una investigación muy rigurosa, valdría la pena leerlo aunque sólo fuera por conocer la historia del “niño de la guerra” Pedro Cepeda y el curtido aviador comunista José Antonio Tuñón, que –con la ayuda de diplomáticos argentinos, en cuya embajada moscovita trabajaban como intérpretes- trataron de huir de la URSS ocultos en dos baúles. O la de su cómplice Julián Fuster, verdadero personaje de novela: cirujano en el Ejército Rojo, siete años en el Gulag a las espaldas y médico también tras su liberación en la Cuba revolucionaria, de donde hubo de marcharse por advertir de que se caminaba hacia el modelo soviético, fue uno de los tripulantes del último avión de la OMS que abandonó el Congo al estallar la guerra de Katanga antes de recalar, esta vez definitivamente, en España.
Agitada fue también la de Francisco Ramos, seis meses torturado en la Lubyanka, con quien Solzhenytsin coincidió en los campos y que, irónicamente, como los demás antifascistas españoles “residentes” en el Edén socialista, sólo podía hacer llegar noticias suyas a sus familiares a través de los soldados nazis puestos en libertad y reenviados a Alemania. Retornado a España en 1957, Ramos fue elegido como diputado del PSC-PSOE por Barcelona en 1977 y 1982. No sé qué sentiría al ver sentados con él en el hemiciclo a, por lo menos, dos o tres de las personas responsables en su momento de su envío, por “fascista”, a un campo de concentración de los Urales. Regresó dos veces a la URSS acompañando en viajes oficiales a Felipe González. “Me alegré de ser tratado como una persona en el país donde, cuando me refugié en él, fui tratado como un perro”, escribió.
En fin, que basta con echar de cuando en cuando un somero vistazo a un libro de historia para constatar que, de lo que cuente cualquier político de cualquier lugar o época, lo más juicioso es no creer de la misa ni la media. Y es que la realidad suele, sí, superar a la ficción, pero, por desgracia… casi siempre por abajo.
Foto: José Luis Chaín
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