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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

lunes, 26 de febrero de 2018

Mi memoria histórica: Apuntes nostálgicos del hombre que tuvo la suerte de ser niño en la España de Franco.



Nací y y transcurrieron mis primeros años bajo la sombra de un régimen que de entrada garantizó mi derecho a la vida. Como a mi, a esos miles de españoles, hoy convertidos al progresismo, que fueron concebidos y alumbrados antes de 1975 y que hoy tanto se afanan en borrar cualquier huella y en profanar cualquier recuerdo cálido de una época en la que tuvieron la oportunidad que ésta, mucho más democrática y avanzada, le niega a cien mil nonatos cada año.

Mi memoria histórica: 
Apuntes nostálgicos del hombre que tuvo la suerte de ser niño en la España de Franco

AR.
Hay periodos indisolublemente unidos al patrimonio emocional de cada uno. Los últimos años de la España de Franco fue uno de ellos para quien esto escribe. Coincidieron con una niñez plenamente feliz. Tan feliz que su rememoración hace crujir mis emociones, que estoy seguro son también las de muchos lectores. Nací y y transcurrieron mis primeros años bajo la sombra de un régimen que de entrada garantizó mi derecho a la vida. Como a mi, a esos miles de españoles, hoy convertidos al progresismo, que fueron concebidos y alumbrados antes de 1975 y que hoy tanto se afanan en borrar cualquier huella y en profanar cualquier recuerdo cálido de una época en la que tuvieron la oportunidad que ésta, mucho más democrática y avanzada, le niega a cien mil nonatos cada año.

Nací y transitó mi niñez en una España que me sigue reconfortando el ánimo al recordarla tal y como era y que, sin saber por qué, hizo feliz a toda la gente que alcanzan mis recuerdos. En la España de mi niñez las personas vivían con alegría, les ilusionaban las cosas que hoy son despreciadas, a las patologías se las llamaban por su nombre, había una frontera natural entre el bien y el mal, la fealdad y la belleza, lo falso y lo verdadero, lo grotesco y lo sublime… Todo lo que se percibía alrededor era un alto compromiso moral. Los niños éramos felices, a salvo de psicólogos infantiles y de la fétida influencia del adoctrinamiento ideológico que hoy sufren los futuros votantes. Era aquella una España de gente responsable, de personas de bien, de libertad sin más freno que la exigencia de no atropellar el principio de la autoridad, que todos aceptaban. Los padres exigían severidad a los maestros. Algunos la llevaban al extremo, tal era el caso de don Juan Carlos, con su amenazante regla de madera, de aquellas grandes y pesadas, que tanto temíamos. Lo vi hace poco en el paseo marítimo de Málaga, ya frisando los ochenta, y no pude evitar que una emoción intensa me obligara a abrazarlo y agracederle aquellas enseñanzas que primaban el esfuerzo y la formación en valores inmutables. No tengo constancia de que ninguno de los alumnos de entonces precisara de ayuda psicológica, ni arrastrara alguno de los traumas que en los niños de hoy son tan habituales. Que crecieran en el seno de familias responsables y estructuradas acaso fuese una buena razón de fondo.

Los programas televisivos eran didácticos y buscaban el sano entretenimiento.. En la imagen, Kiko Ledgard y Don Cicuta,protagonistas del legendario "Un, dos, tres"

La seguridad en el ambiente se trasladaba a los hogares. Los españoles eran ya padres y madres a los veintipocos años. Eso obligaba a que el instinto de la responsabilidad tomase el control de sus vidas. Las familias estaban unidas, los viejos formaban parte del cálido paisaje de los hogares, la fatuidad y el postureo no tenían cabida en aquella España de gente tan aferrada a los fundamentos. Los programas televisivos eran didácticos y buscaban el sano entretenimiento. Se aprovechaba cualquier ocasión para estar juntos y disfrutar de una existencia entrañable y sencilla, al resguardo de gente tan infecta como la que cabildea en instituciones y tertulias. Qué paradójico que cuarenta años después de aquel oasis de salud moral y de prosperidad general, unos políticos sin alma pretendan que abjuremos de aquel periodo de nuestras vidas, en nombre de lo que ellos llaman la memoria histórica. Como el que reivindica los grilletes para hacernos libres. Quieren convencerme que el universo que impregnó de vida y de luz mi niñez, se construyó sobre corrompidos materiales morales. Frente a esos palpitantes recuerdos, la disolvente remembranza izquierdista del nuevo frentepopulismo. Sobre la sangre y la traición se persigue hoy desde el gobierno y sus aliados ganar la guerra revolucionaria que provocaron y perdieron hace 78 años. Ya de entrada les digo que se vayan a la mierda, que no me dan ningún miedo, y mucho menos si ese miedo es para que renunciemos a lo que todavía nos hace soportable la existencia.

El resentimiento de unos y la cobardía de otros coinciden en la pasión común por borrar toda huella del régimen de Franco en el que la mayoría de ellos crecieron y prosperaron. Era lógico que la Constitución de 1978 naciera infectada de relativismo, reverberos laicistas, añoranzas de lo peor de la República y un apenas soterrado revisionismo. Resultó así que, en vez de a una democracia, se pusieron los cimientos a una forma infrademocrática de alternancia totalitaria de partidos. Se creó un sistema de instituciones que ahí están, funcionando mejor o peor, pero casi ausencia de valores. Hasta el punto de que, a estas alturas, pueden algunos hablar de democracia sin políticos que piensen, sientan y actúen como demócratas y como españoles enterizos. Ese oneroso vacío alcanza en la actualidad términos extremos. Aniquilados los últimos valores que, aunque debilitados, todavía subsistían, las perspectivas de futuro son dantescas para España, para el Estado y para una sociedad que, desguazada de valores, asiste impasible a su destrucción.

Los Chiripitifláuticos, en acción

Hay sin embargo una circunstancia que debería alimentar nuestra esperanza. Si tienen que aprobar leyes como la de la memoria histórica, si pretenden debilitar nuestras convicciones con la razón de la fuerza, si tras cuarenta años de ataques, tan demoledores como continuados, contra Franco y su obra, se ven obligados a desenfundar el revólver, es porque persiste en España un número nada desdeñable de ciudadanos que ama nuestra fe y nuestro rumbo, ama nuestro paisaje histórico y nuestras señas afectivas, ama a nuestros héroes y nuestros ideales, ama nuestra independencia intelectual y nuestra rebeldía cívica. Comprendo que pocos nos aventuremos a expresar de forma clara y rotunda lo que pensamos y defender aquello en lo que en conciencia creemos. Hablar bien de la España de Franco no es un buen negocio. No te hace prosperar laboralmente. No te otorga prestigio social. No te encumbra al paraninfo de los que viven de la mamandurria. No te acerca a los contratos públicos ni a las subvenciones. No te granjea el favor de la prensa ni de los amos del momento. Ese odio infinito a Franco se debe sobre todo a que no han podido borrar la figura inspirativa y el modelo que sigue siendo para muchos españoles. Me atrevería a decir que para millones de españoles. Y ello pese a las megatoneladas de basura propagandística que se han vertido contra su memoria, sin parangón con ningún otro personaje de nuestra historia.

Ese odio inmarcesible, imperecedero, sin la más mínima posibilidad de sosiego y apaciguamiento, se crece por la inmensa humillación de que Franco sólo pudo la muerte, y se crece también por la seguridad de su creciente recuerdo en las gentes más sencillas cuando comparan su obra con la de este y otros gobiernos de la democracia.

Franco saluda al hoy rey Felipe VI. Al fondo, Juan Carlos I, observa la escena.

Ver que el odiado vive cada día más y que esa supervivencia creciente la logra, en parte, por la comparación con quienes le sucedieron; palpar que ese odio no hace sino agigantar al odiado, es causa a su vez del odio que millones de españoles ya sentimos. He aquí el dramático círculo vicioso de un proceso político que, según se nos dijo, restañaría para siempre las heridas de las dos España: para vengarnos, hay que destruir su obra y cualquier cosa que nos recuerde aquella época. Pero al destruir lo más genuino y representativo de aquella España, lo que hacen es engrandecer el pasado. Y yo no he cambiado más que en la medida necesaria, indispensable, que exigen el paso del tiempo, la variación de las circunstancias y el mantenimiento de una terca y hermosa ilusión. Mis ideas básicas son las mismas, los valores idénticos a los inculcados entonces al niño que soñaba con ser hombre y que hoy sueña con recuperar al niño que, pese a todo, aún sigue llevando dentro.

Y para terminar, una pregunta nada maliciosa: ¿afectará la nueva ley de memoria histórica que pretenden sacar adelante PSOE, Podemos y Ciudadanos a la familia que recuperó el trono en julio de 1969, cuando las Cortes franquistas aprobaron, con la obediencia debida, a Juan Carlos como sucesor del Caudillo “a título” de Rey? A las siete de la tarde del 23 de julio de 1969, el nuevo Príncipe heredero del general Franco introdujo su juramento con estas palabras: “Estoy profundamente emocionado por la gran confianza que ha depositado en mí Su Excelencia el Jefe del Estado…Formado en la España surgida el 18 de julio, he conocido paso a paso las importantes realizaciones que se han conseguido bajo el mando magistral del Generalísimo”.

¿Hará algo el Rey Felipe para evitar que se siga persiguiendo y criminalizando a los defensores de un periodo de nuestra historia al que su familia tanto debe? Lo dudo. Fiel a su estirpe, el Rey borboneará y mirará de soslayo la deriva hacia la catástrofe. Nosotros, no. Esto es AD. Lo natural, señores, cuando uno ha crecido rodeado de gente tan digna y tan libre.

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