Igual que le ocurrió a Joselito el Gallo -un diestro magistral que conocía toda la ciencia de la tauromaquia-, esa tensión dramática le llegaría a Yiyo una vez, en grado máximo, para costarle la vida. El toro, de Marcos Núñez, ya estoqueado de muerte, lanzó cuando menos se esperaba una cornada ciega que le partió el corazón.
Tras la enorme conmoción por este suceso, la fiesta siguió adelante, y no había transcurrido ni un mes cuando un hermano del infortunado diestro, Sánchez Cubero triunfaba clamorosamente en su presentación ante la cátedra de Madrid. Otros también obtuvieron señalados éxitos. Sin embargo, nadie ha llenado aún el hueco que dejó Yiyo en la profesión torera, y todo en el mundillo taurino continúa igual que antes de aquel fatídico 30 de septiembre de 1985.
Cientos de toreros pelean por ganar un puesto digno en sus escalafones o para darse a conocer. Alguno consigue romper apenas el duro cerco de incomprensión que tiende un abismo entre sus ilusiones y la gloria. A muchos apenas les vale para nada su valor y torería, y a veces ni siquiera los triunfos les despejan el camino.
Yiyo, triunfador indiscutible en San Isidro y en la mayoría de los cosos, tenía problemas para obtener contratos con la remuneración adecuada. A la corrida donde le llegaría la muerte, acudió para sustituir a un torero que se cayó caprichosamente del cartel; no estaba anunciado en esa feria.
Una maraña de intereses corrompe el normal desarrollo del espectáculo. Son pocos los que lo manejan, y mandan demasiado. En el caso de aquel Yiyo esforzándose por defender un puesto para el que estaba de sobra dotado hay otros, y lo peor es que aún habrá más, años adelante, si las estructuras socioeconómicas de la fiesta no cambian. Al torero trágicamente desaparecido se le lloró con sincero y profundo dolor. Sin embargo, el trato injusto que estaba recibiendo no constituyó una lección para nadie.
Joaquín Vidal / Diario El País
No hay comentarios:
Publicar un comentario