Es el toro elemento esencial para que un festejo funcione. Y aunque parezca de Perogrullo, sin toro no hay corrida. Sin toro, obviamente, quiero decir sin un animal acometedor y que aporte la necesaria emoción que precisa este espectáculo para ser algo más y se convierta en esa gran ceremonia que conserva la humanidad, como decía Cela.
Con mucha frecuencia, a veces incluso con demasiada, el animal que sale por toriles no cumple con las expectativas puesta en él, especialmente por el público, que es el otro factor clave para que el negocio funcione.
La gente que se gasta su dinero para presenciar un festejo taurino lo hace con la pretensión de contemplar la contienda entre un hombre que, armado de su valor, conocimientos, arte y mente pensante, se enfrenta a un animal que, para empezar, luce una estampa que hace temblar a quien desde el tendido lo contempla, y exhibe una fiereza que sólo unos pocos elegidos son capaces de enfrentarse a ella. A partir de esos dos conceptos hay que pedir que acuda con presteza a los antagonistas que sucesivamente le vayan saliendo al paso, que lo haga con más o menos alegría y fijeza, una predisposición mayor o menor para seguir el engaño y hacerlo hasta el final, etcétera.
Requisitos puede que excesivos, si se mira con benevolencia o poco rigor, pero de obligado cumplimiento si queremos que la función esté completa y no se hurte al espectador una parte importante -clave- de lo que espera contemplar.
El toro, ya se ha dicho mil veces, es el eje sobre el cuál se mueve todo.
Prácticamente todos los días hubo en la feria manchega material propicio para que el espectador más exigente no pudiese sentirse decepcionado.
Para empezar, la presencia del toro que se lidió fue casi a diario impactante, y ahí está el ejemplo de los corridones de Fuente Ymbro, Victoriano del Río o Victorino, cuyos ejemplares hubiesen podido, de sobra, ser lidiados en las más exigentes plazas de primera y con fama de toristas.
Pero, además, su comportamiento fue adecuado, en mayor o menor medida, para que, quien a ellos se medía, pudiese demostrar su destreza, oficio, agallas y entendimiento. Los hubo más dóciles y más complicados, más suaves y más encabritados, con mayor o menor poder, bravos, encastados y hasta mansos y rajados. Pero todos tuvieron su lidia, todos dieron oportunidades -en muchos casos, abundantes- y se comportaron con arreglo a lo que de ellos espera hasta el más conspicuo espectador o el más estricto aficionado.
La novillada de Montealto fue, puede, el encierro de mayor bravura en conjunto, pidiendo a los novilleros que a ellos se enfrentaron un examen de conciencia. Y los tres, Molina, Moreno y Peñaranda, dijeron que sí.
Y, claro, la corrida de Victorino reconcilió a todos con la fiesta. Toros muy en el tipo, agalgados, vareados, escurridos de carnes, serios, astifinos, duros y, dentro de su carácter, exigentes. Los hubo con más genio y con más nobleza, pero todos importantes y a los que no se podía hacer las cosas de cualquier manera; al contrario, había que hacer lo que demandaba la ocasión, firmeza, valor y entenderles, dando, al fin, una tarde en la que dos toreros salieron a hombros tras superar una muy difícil prueba en la que la emoción volvió a ser el principal argumento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario