No hizo nada, no dijo nada para evitar que el veneno de la mentira emponzoñase la memoria del César al que todo se lo debe. Nada. Dejó que el insulto y la infamia retumbaran sobre su nombre y su obra a cambio de una grandeza prêt-à-porter que las modistillas de la Transición le fueron cosiendo en las bocamangas.
Él le hizo Rey
Eduardo García Serrano
El Correo de España / 13 Junio 2020
Cometió la peor de las traiciones, la ingratitud consciente. No era nadie. Él le hizo Rey. Sin él hoy no sería más que un adorno caduco, un firulete pintoresco de los nuevos ricos que, en sus villas y en sus fincas, quieren darle una pátina de historia a sus ágapes de lujo, entre el cierre de la Bolsa de Tokio y la apertura de Londres. Y al amanecer, la nada de un donnadie de apellidos rimbombantes con ecos de guillotina, que vuelve a la mediocridad de un exilio barato entre crupieres y añejas fotos de lejanos familiares que reinaron al sur y al norte de los Pirineos.
Los bardos de la Corte y los bufones del periodismo le fabricaron una leyenda rosa con las costuras de la épica y los correajes del heroísmo de los que sus uniformes de atrezo carecían, tal y como sus apellidos adolecen de ambas cosas.
Los mismos líricos laudatorios del pacto de la bragueta fabricaron la leyenda negra que ensucia la memoria del César que le rescató de los servicios del Casino de Estoril y de las ludópatas manos de su padre, para hacerle Rey de una Patria que desconocía. No hizo nada, no dijo nada para evitar que el veneno de la mentira emponzoñase la memoria del César al que todo se lo debe. Nada. Dejó que el insulto y la infamia retumbaran sobre su nombre y su obra a cambio de una grandeza prêt-à-porter que las modistillas de la Transición le fueron cosiendo en las bocamangas.
Poco a poco, los mismos que iluminaron su feria de vanidades fueron apagando los candiles de la adulación. Caducó el pacto de la bragueta y sus heráldicas bocamangas dejaron al descubierto negocios y comisiones al amparo de su Trono y su Corona. Le quieren sentar en el banquillo los tataranietos de los que arrodillaron en la guillotina a Luis XVI, y los tibios, timoratos herederos del chollo de la Transición piden auxilio y lealtad para quien cometió la peor de las traiciones: la ingratitud consciente.
Cuando Casares Quiroga le exigió a Yagüe lealtad a la República, el brillante y heróico teniente coronel de la Legión le contestó: “Mi lealtad es para España”. Pues eso, Juan Carlos. Nada te debo, ni como español ni como franquista. Bueno sí, pero todo lo que te debo es anticonstitucional. Afortunadamente. Mi lealtad es para España.
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