Foto: Paco Mora
La verónica, diseñada con suavidad, temple y armonía, ejerce un poder de seducción sobre el público que está fuera del alcance de la chicuelina, la gaonera, la revolera, los faroles o cualquier otra floritura capotera.
Su majestad la verónica
Paco Mora
AplausoS /Junio / 2020
La verónica, reina sin duda sobre todo lo que se puede hacer a un toro con el capote. Todos los toreros la interpretan, pero muy pocos llegan a alcanzar la sublimidad que lograron aquellos que la interpretaron con el arte y la perfección que le imprimieron Pepe Luis Vázquez, Pepín y Manolo Escudero, por recordar solo tres nombres de la historia relativamente reciente de la tauromaquia, y lo hace ahora José Antonio Morante de la Puebla. Los tres toreros primeramente mencionados eran capaces de poner la plaza en pie con un quite por verónicas, como lo es ahora el de La Puebla del Río. Y es que las verónicas ejecutadas con alma son la quintaesencia del arte del toreo. No hay un patrón al que ajustarse para la ejecución de esa suerte porque es simplemente y nada menos que un estallido de arte cuando se administra con sentimiento, personalidad y temple.
La verónica, diseñada con suavidad, temple y armonía, ejerce un poder de seducción sobre el público que está fuera del alcance de la chicuelina, la gaonera, la revolera, los faroles o cualquier otra floritura capotera. Y es que la buena verónica sale del alma y si está impregnada de la personalidad artística de su ejecutor, en ocasiones suele transmitir tal emoción a los tendidos que incluso puede igualar en profundidad el natural con la muleta en la izquierda.
Da lo mismo que se interprete cargando la suerte con el compás abierto o con los píes juntos -que también así se puede cargar la suerte-, con las manos más bajas o más altas, porque de cualquier modo, si la verónica está impregnada de ese sentimiento que la sublima, se convierte en algo fundamental que acongoja y emociona igualmente a los aficionados con conocimientos sobre la verdad de la tauromaquia que a los espectadores circunstanciales.
Manolo González la interpretaba con los pies juntos; Rafael Albaicín dejaba caer los brazos lánguidamente; Mario Cabré regalaba verónicas desmadejadas; Camino la impregnó de su gran personalidad y su paisano Diego Puerta a veces lograba endilgarle al toro catorce o quince verónicas de salida
En el curso de mi larga vida de aficionado he visto torear muy bien a la verónica. Manolo González la interpretaba con los pies juntos y la Monumental de Barcelona, que era donde yo lo veía muy a menudo, se ponía en pie como impulsada por un resorte. Rafael Albaicín, aquel torero gitano de tez cetrina y medias blancas, dejaba caer los brazos lánguidamente a lo largo del cuerpo, con el capote apenas abierto dos o tres palmos, del que brotaban soñadas verónicas de alhelí. Pocas veces, pero valía la pena esperarlo. Mario Cabré también regalaba verónicas desmadejadas, de manos muy bajas y el capote lamiéndole suavemente las zapatillas, perseguido por el toro obnubilado por el temple del torero catalán. Paco Camino interpretó la verónica impregnándola de su gran personalidad torera y su paisano Diego Puerta, más alegre y comprometido con su fama de torero valiente, hacía chispeantes tercios de quites en los que a veces lograba endilgarle al toro catorce o quince verónicas de salida, hasta el punto de que en vez de gritar ole el público se las contaba al unísono.
Una serie de verónicas o de naturales definen perfectamente el fondo artístico de un torero. Son las dos suertes esenciales del toreo, la una y el otro son bases fundamentales de la calidad de un profesional de la tauromaquia. Porque la estocada es importante, ¡vaya si lo es!, y marca el triunfo o el fracaso de un torero, y hasta a veces, ahora no tanto como años atrás, basta con una estocada hasta la bola en la yema para que el torero salga en triunfo, aunque con capote y muleta simplemente haya resuelto el expediente. Como también es verdad que un gran quite por verónicas o media docena de enjundiosos naturales no bastan para resolver en triunfo la tarde de un matador de toros, pero sí que son suficientes para que el perfume a torería se extienda por la plaza y el público se marche con ganas de volver a ver al autor.
Entre la torería actual hay verdaderos virtuosos de la verónica. Morante de la Puebla es capaz, dada su expresión artística y cadencia, de justificar una tarde poniendo a los espectadores el vello de punta, con seis verónicas con la mano de salida alta, como si meciera un niño de pecho, y una media enroscada a la cintura. El Fino de Córdoba sigue siendo uno de los toreros actuales que mejor interpreta la verónica, y la profundidad del toreo de Curro Díaz encuentra también en esa suerte capotera una de sus máximas expresiones de torería repleta de personalidad y temple. Aguado también tiene en la verónica uno de sus momentos de mayor brillo. Y Ponce interpreta el pase que reina en el toreo con una perfección y una maestría de cartabón y tiralíneas.
Con el capote se les pueden hacer muchas cosas a los toros, pero un buen quite por verónicas puede borrar a cualquier rival que no esté tocado por la varita mágica del arte. Y que el público salga de la plaza comentando el vuelo del capote de un torero y olvide que otro se ha peleado a brazo partido con sus dos toros y sale de la plaza rebozado en sangre de los morlacos.
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