Con este orden de la lidia, consiguió el evitar que todos los participantes torearan a la vez, picadores, banderilleros y matadores, secuencia que daría brillantez al espectáculo, convirtiendo la lucha en armonía y belleza, y la belleza en arte.
Ahondando en la hemeroteca, encuentro una página escrita por el crítico taurino Gautier, que me llama la atención por su contenido, porque refleja la realidad de la lidia de la época, y, por supuesto, porque una mala tarde la puede tener cualquier torero.
Plaza de Madrid. Año 1847. Corrida de toros del Barbero de Utrera. Segundo toro de Francisco Montes “Paquiro”, su nombre “Napoleón”.
Me voy a remitir a transcribir la crónica de la época, con algunas matizaciones al respecto.
Una cosa que ocurrió durante la corrida demostraba hasta qué extremo llevaba el público su imparcialidad en cuanto a toros y toreros.
“La manera brusca con que salió del chiquero un magnífico toro negro hizo que los aficionados le consideraran como una gran cosa. Reunía todas las condiciones del toro de lidia; astas largas y agudas, patas delgadas, nerviosas y ligeras; el cuerpo indicaba fuerza inmensa. Por eso le habían puesto en la dehesa el nombre de “Napoleón”, distintivo de su incontestable superioridad. Lanzóse sin vacilar sobre el picador colocado junto a las tablas, lo derribó con el caballo, que quedó muerto, y en seguida se arrojó sobre otro, el cual apenas tuvo tiempo de pasar por encima de la barrera, molido del golpazo. En menos de un cuarto de hora quedaron siete caballos despanzurrados en el suelo; los peones no le acercaban mucho las vistosas capas, prontos siempre a saltar la barrera, y el mismo Montes estaba intranquilo. El júbilo de los espectadores estallaba en ruidosas aclamaciones, y todos los labios dirigían elogios a la res.
Un picador de reserva, porque los de tanda se hallaban fuera de combate, esperaba el ataque del terrible “Napoleón”, que a la primera embestida levantó al caballo y le hizo echar las patas delanteras encima de las tablas, y a la segunda, lo hizo rodar con el jinete, al otro lado de la barrera.
Estruendosos aplausos premiaron la hazaña de la res. El toro, vencedor, daba vueltas por la plaza, libre de adversarios, divirtiéndose en mover y levantar los cadáveres de los caballos. Al fin y al cabo se le acercó un banderillero, clavó un par y salió a escape, no sin que el asta le rozase el brazo y le desgarrara la manga. Entonces, a pesar de las vociferaciones y los silbidos del público, el presidente dio la orden de matar, contra todas las reglas tauromáquicas, las cuales disponen que a un toro se le pongan los al menos cuatro pares de banderillas antes de ser estoqueado.
Montes, en vez de irse como de costumbre al centro de la plaza, se puso a veinte pasos de la barrera, y sin hacer ninguna de las monadas y habilidades que admira toda España, desplegó la muleta, llamó al toro, le dio tres o cuatro pases y le soltó la estocada, de la cuál cayó el toro como herido del rayo. Montes le había clavado la espada en la frente, estocada prohibida por la tauromaquia, porque el matador debe pasar el brazo entre los cuernos del animal y herirle entre la nuca y los hombros, lo cuál aumenta el riesgo del hombre y da alguna ventaja a la fiera.
En cuanto el público se enteró de lo ocurrido brotaron de la plaza chillidos de indignación, y estalló con tumulto y estrépito inauditos, una tempestad de silbidos y de insultos. No se desahogaba bastante el gentío con los gritos y pronto empezaron a llover sobre el matador abanicos, sombreros, palos, jarros de agua y pedazos de banqueta …”
Evidentemente una estocada en la frente es imposible que se lleve a efecto por razones obvias. El hueso frontal impediría el que pasara el estoque y que rebotara en el mismo.
Yo me inclino más porque “Paquiro” haciendo uso de una suerte de recurso, se tirara por la espalda del toro al punto del descabello.
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