Vicente Llorca
Es una definición perfecta, que hace tiempo que no escuchaba. Llueve fuera, viene un aire frío, un cielo pálido y cargado que no despeja en todo el día.
En la papelería huele aún a cuaderno, a mina de lápiz, a cartulina recién cortada. A veces entro, aunque no tenga nada que hacer allí. Salgo siempre con un tintero que no necesito, un cuaderno nuevo, un bolígrafo de color azul que no voy a utilizar.
Charo, la dueña, es la hermana de un antiguo torero. Éste toreaba con una finura especial, que no era rara en los 60. Tuvo un comienzo prometedor. Luego, los toros le pegaron, tuvo que marcharse a América, a la vuelta un accidente de coche cortó definitivamente su carrera.
En una esquina de la plaza el torero tiene una estatua, triste y como encogida frente a la fachada de una antigua florería. En el pueblo todos se acuerdan de él.
A la salida, en la terraza cubierta, un hombre mayor se ha puesto a hablarme. Lo conozco de vista. No sé quién es.
–Aquí venía mucho Limeño. Usted ha oído de él.
Sé quién es. Limeño era un torero muy bueno, sanluqueño, que conseguía cortarle las orejas a las corridas de Miura. Como premio por tal hazaña lo volvían a poner al año siguiente con la corrida de Miura de nuevo. No sabía que hubiera andado por aquí.
–Venía a los tentaderos de Campocerrado, de Hernandinos. Dormían luego en el pueblo, en el pajar de I.
–Había oído hablar de muchos. No de él.
El día anterior otro habitual del café, cuyo nombre tampoco recuerdo, se había puesto a hablarme de las ganaderías de la zona, adonde acudían en tiempos los maletillas en tropel. Venían de Salamanca sobre todo, de las vueltas de la Plaza Mayor, en donde se corría la voz de dónde iba a celebrarse algún tentadero al día siguiente. Me habló de la cantina de la estación, que no cerraba en toda la noche, del bar de P., en donde dormían también.
Mi interlocutor es un hombre pausado, discreto. Habla con bastante conocimiento de todo lo que describe. Suele sentarse en una esquina de la barra por las mañanas. Allí lee la prensa en silencio, sin intervenir en las conversaciones del bar. Es el nieto de un antiguo mayoral, me revela luego. No sé qué finca me ha dicho. Marchó algunos años a Francia, cuenta, ha regresado ahora. Coincidimos en los toreros, escasos, que aún nos interesan en estos últimos tiempos.
Las conversaciones en la plaza, últimamente, rondan siempre en torno a acontecimientos antiguos, ninguno reciente. El otro día me di cuenta de que era el día de San Mateo por un comentario en el quiosco. También del Corpus o la Virgen de agosto. No me había acordado. Todos los años íbamos esa tarde a los toros a Salamanca, independientemente de cuál fuera el cartel. El 21 de septiembre terminan las ferias tradicionalmente y de los pueblos se bajaba a la ciudad con viandas y vino. Este año nada indica que sea día de feria, ni ninguna otra fecha.
–Estáis hablando todo el rato de temporadas cada vez más antiguas –nos interrumpió otra mañana un vecino en la mesa.
Estábamos sentados Antonio, un antiguo ganadero, Ángel, el del comercio en la plaza, el nieto del mayoral, que se había juntado con nosotros.
–De qué vamos a hablar. Este año no hay nada que contar.
Entonces pensé que acaso así fuera el final de las cosas: lento, silencioso, sin aspavientos. En el mundo gris de los comunistas no tenía cabida el universo de la tauromaquia, que es gratuito, azaroso, desorbitado y tradicional. Era un final sin noticias y de estos tiempos ya no teníamos nada que hablar.
Vocación de san Mateo Caravaggio
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