
En mis novelas sobre El final de los tiempos, hace casi treinta años, imaginé un orden político en el que toda la representación pública había pasado a manos privadas: los grandes consorcios industriales, financieros, mediáticos, etc., se habían adueñado del poder y las decisiones políticas se subordinaban al juego de intereses entre estos agentes. Cualquier consideración elemental sobre el bien común o el interés general carecía ya de todo valor. El envoltorio formal de la política se mantenía vivo —una presidencia, un parlamento, unos «gestores», unos partidos, incluso unas elecciones—, pero era una cáscara vacía; el poder real estaba en otra parte. Como era menester que el pueblo siguiera obedeciendo, se hizo preciso establecer una multitud de funcionarios dedicada exclusivamente a construir una narración, un relato, que disfrazara la realidad y justificara la nueva tiranía (inevitable pensar ahora en la legión de guionistas contratada por el actual inquilino de La Moncloa). El resultado tenía algo de alucinación colectiva: la realidad era una, pero todo el mundo vivía como si fuera otra distinta. El poder, naturalmente, sacaba sus beneficios de esta alienación de masas.
Lo que hoy estamos viendo en España se parece mucho a ese paisaje. Si una riada brutal pudo matar a más de doscientas personas en Valencia, fue porque no se habían ejecutado las decisiones necesarias para prevenirlo; si hoy el fuego devora más de cien mil hectáreas, es porque no se han tomado las medidas de precaución precisas. Pero es que la mecánica de la decisión política ya no obedece a esos criterios. En vez de eso, el poder elude su responsabilidad material e inventa un relato de carácter casi religioso: la emergencia climática, que por su carácter cósmico, inasible, exonera de culpa al gobernante y, al mismo tiempo, contribuye a afianzar los poderosísimos intereses de la industria y sus multimillonarias inversiones. Nadie parece preguntarse lo obvio: incluso si la emergencia climática fuera real, ¿por qué nadie ha tomado medidas preventivas? Más aún: si realmente existiera una emergencia climática, ¿no sería más lógico actuar para paliar sus efectos limpiando cauces, desbrozando montes, etc.? No: en la lógica «política» actual, de lo que se trata es precisamente de justificar que no se hayan tomado esas decisiones. Porque la política está al servicio de otras cosas.
En realidad, es la dinámica natural de toda oligarquía: los intereses de los agentes privados suplantan por completo al interés público. Digámoslo más claro. Los grupos de interés organizados en torno a la transición energética dictan políticas autodenominadas de «protección» de la naturaleza y «lucha» contra un supuesto cambio climático. Esas políticas contribuyen a agudizar los efectos de los desastres naturales, desastres que, por otra parte, con frecuencia coinciden con los intereses de esos grupos. Para que nadie se haga las preguntas elementales, se impone un discurso que pone la responsabilidad en instancias inalcanzables («el planeta»), de modo que los responsables políticos dejan de ser responsables y, al mismo tiempo, se garantiza que esas políticas no cambien. La connivencia de los medios de comunicación oficiales (públicos o privados, lo mismo da) hace el resto. Los criterios clásicos de la acción política dejan de tener sentido. La propia polis se desvanece —calcinada— en beneficio de los nuevos amos.
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