El paseíllo
El santacoloma
Mientras hacemos tiempo para que llegue ese acontecimiento cósmico que nos han preparado los Choperón Father & Son que es la corrida de Abellán con los lisarnasios, largamente demandada por la afición y por el público en general, que eso ya era un clamor, hoy nos conformamos con una novillada de Araúz de Robles dentro del rollo ése de los “encastes minoritarios”, para que no se diga que no brindamos nuestro óbolo a ese demacrado santo.
Araúz ha traído a Madrid una corrida in crescendo, como aquél que dice, desde el más chico y anovillado, treinta y nueve arrobas y media, que fue el primero, hasta un señor toro badanudo y fuerte que fue el sexto, cuarenta y cinco arrobas. Seis novillos bien presentados en general, pero de una endeblez supina y desesperante que no han sido apenas picados porque se venían abajo y que se han mantenido en el ruedo más que por sus propios méritos por las gónadas del Trinidad de turno, que hoy se llamaba don Julio Martínez Moreno, auxiliado en la cosa del dictamen veterinario por el eminente profesor don Manuel Pizarro, que ambos se han cubierto de gloria y han dignificado el palco un montón con su actuación.
El primero, el más chico como se dijo, un barroso que atendía por Chipirón, número 1, fue el único que volvió por la puerta de chiqueros hacia adentro, a las manos certeras de don Ángel Zaragoza Gálvez, puntillero. Fue sustituido por un santacoloma de don Benjamín López Ortiz, entusiasta ganadero de la Asociación de Criadores, que en vez de enredarse con la juampedritis, ese ébola ganadero, lleva ya una porción de años perseverando en la devoción a la santa favorita de Jorge Laverón. Temeroso, número 35, fue la sorpresa de la tarde, por su lámina cárdena clara, por su trapío, por su embestida... tanto que, viendo como se iba desarrollando la tarde estábamos deseando que saliese el otro sobrero, Jubilado, número 32. La ocasión de oro se dio en el quinto, compendio de debilidad y trastabilleo que pedía a gritos el pañuelico verde, pero que si quieres arroz, el Trinidad se aguantó las ganas, él sabrá por qué, y dejó en el ruedo al flanín para hacer, de paso, la pascua a su matador, Víctor Tallón, aunque de eso se hablará más abajo.
En descargo de los Arauz digamos que si bien su condición fue blanda y flanera, al menos no eran la tonta del bote, que por ahí andaba el enigma de la casta operando sus prodigios y los animales lo mismo estaban prontos al caballo que se defendían con sus escasas fuerzas buscando al hombre. La excepción fue el sexto, Picajoso de nombre y 18 de número, que no perdió las manos en toda la lidia. Se arrancó como una exhalación al caballo, sin atender a los capotes y Rafael Montenegro agarró un difícil puyazo frente al 10, pues el toro se le vino con muchos pies y mucha fuerza. El picador agarró el puyazo en buen sitio y aguantó las oleadas del toro defendiendo al penco y dando al bicho, que empujaba con fuerza, lo suyo. Luego, al irse, le gritaron de manera totalmente injusta eso de “¡Picaor!... ¡Qué malo eres!”, y ni se dieron cuenta del gran puyazo que el hombre había agarrado.
Para despachar a los de Arauz escribieron en los carteles los nombres de Diego Fernández, Víctor Tallón, nuevo en esta Plaza, y Manuel Cuenca. Y para no salirnos de lo de siempre, cuatro, dos y dos corridas el año pasado. De ellos, los dos primeros vienen a Madrid a cara de perro, sin apoderado.
Diego Fernández no se enteró de las condiciones de su primero, el santacoloma, y estuvo tirándole líneas a la manera moderna, todo por fuera, todo como todos. Ni sospechó que el animal tenía otra distancia, ni se olió que el bicho le pedía más entrega. Él hizo lo que le han dicho, lo que desde el burladero le chismorreaban los peones. Uno le decía: “¡por bajo!” y él daba el muletazo por alto, y el otro decía “¡Bieeen!”. Una penita porque el toro metía la cabeza y pedía que le dieran trapo, aunque en algún momento se quiso quitar de en medio al torero, harto de que le agobiasen. Si cosechó cuatro palmas, fueron más mérito del toro que del torero. En el cuarto, otra feblez de Arauz, estuvo peor, porque el toro ponía menos de su parte y el torero planteó idénticos argumentos.
Víctor Tallón es de los poquísimos novilleros que me han llamado la atención en los últimos años. Se lució en unas verónicas de muy buen trazo, de aire clásico, y anduvo toda la tarde en torero, torero muy del gusto de Madrid. Hace ni sé el tiempo -acaso desde Gonzalo Caballero sin caballos- que no veía a un tío con esa inequívoca decisión de no torear como todos, de echar la pata adelante, de romper el viaje del toro. Eso unas veces le salió y otras no, pero la disposición del chico iba orientada al toreo de verdad, al de torear, no al de dar pases. Vio claro que tenía que cambiar de terreno a su primero, trazó naturales poniendo el pecho por delante, aguantó valerosamente las tarascadas con las que se defendía su primero y compuso una bella estampa de valor y de decisión. No hay faena armada como tal, pero hay un no sé qué que llama la atención en sus maneras. Mata de pena, como puede, pero echa un generoso soplo de aire fresco a la tarde. Nos quedamos deseando que llegue su segundo, que es el toro que el Trinidad se empeñó en mantener en el ruedo para hacer la Pascua al muchacho, la demostración palmaria de la falta de afición del palquero. Con ese desecho y con parte de la Plaza ninguneando su labor, Tallón no se afligió y volvió a plantear la solidez de sus argumentos dejando un buen cartel y ganas de que lo repitan. Tiene el invierno por delante para aprender a matar. Que no permita que le cambien.
Manuel Cuenca tuvo el don de sacar del sopor a la colonia asiática, que esto de los toros además de esta cosa seria de los aficionados también es un espectáculo. Recibió a su primero con mucho desparpajo, en plan novillero, con unas verónicas que fueron jaleadas especialmente por los de la ribera del Pacífico, luego puso banderillas de aquella manera, recibiendo las mejores ovaciones cuando tomó el olivo y cuando se contorsionaba frente al toro antes de empezar el ventajoso cuarteo, luego con la manta de Béjar que lleva de muleta, dio muchos pases unos por aquí, otros por allá, más bien del tipo espatarrado, y mató clavando el estoque en lo negro, que era el toro, que aunque aquejado de feblez le regaló suficientes embestidas como para haberle puesto en órbita. En resumidas cuentas, el bicho se fue a la vida eterna sin conocer lo que es el toreo. El sexto no era el tercero. Como se dijo era un toro muy serio -más quisiéramos ver a quien yo me sé frente a uno como el Picajoso- y estar frente a él debía ser cosa harto complicada, especialmente con tan magro bagaje previo. Cuenca repitió lo de las banderillas llevándose menos aplausos de los hijos del Sol Naciente porque no tomó el olivo y planteando los mismos argumentos con el velamen del Juan Sebastián Elcano que en el otro, pero con más precauciones, lo cual se entiende perfectamente. Lo mató porque metió el estoque en lo negro, pero por las mismas, visto cómo lo hacía, podíamos seguir a estas horas aún en la Plaza. Al irse unos australianos le vitoreaban.
Diego Fernández
La afición
Víctor Tallón
Manuel Cuenca
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