El viaje a Ronda supera a la propia dinámica de un festejo que evoca tantos y tantos ayeres. Si la feria que abriga la corrida evoca el nombre de Pedro Romero, legislador del toreo arqueológico, la sombra de Antonio Ordóñez impregna todas y cada una de las esquinas de esa Maestranza de piedra que siempre merece la montanera de kilómetros. Pero las cosas no siempre salen como se preparan.
Dos apuntes sin concretar sirvieron de introito a la primera intervención de Morante, que comprobó las escasas fuerzas de su enemigo después de pasar por el peto. Pero el toro de Zalduendo tampoco mostró excesivos bríos en banderillas, aquerenciado junto a la segunda raya y esperando al personal. El animal cantó la escasa batería y su nula condición al segundo ayudado de Morante, que no se dio ninguna coba y cambió la espada sin dar más explicaciones. Tampoco hacían falta. El caso es que ese primer acto duró un suspiro y hubo que esperar al cuarto para verle torear a la verónica como sabe y puede.
También hubo pellizco en un par de tijerillas y en quite por chicuelinas que sucedió a un puyazo testimonial. Y aunque Morante no supo administrar la endeblez de su enemigo, que rodó por los suelos cada vez que lo quería llevar detrás de la cadera, la faena, gota a gota, acabó rompiendo en naturales de ritmo creciente y, sobre todo, en dos postreras serie diestras en las que se empapó de toro. El diestro cigarrero salpicó la faena de sus inimitables cuentas de cristal y aún fue capaz de recetar una preciosa serie de naturales dichos de frente y a pies juntos que abrochó con ayudados marca de la casa. La espada cayó en la yema y puso en sus manos el único doble trofeo de la tarde.
El Juli cumplía uno de los capítulos más apetecidos de una temporada en la que brilló más el envoltorio de sus inicios que el verdadero argumento dictado en la definitiva dureza de cada tarde. Pero el segundo, primero de su lote, no sacó demasiado gas. Julián enseñó más firmeza que templanza en un quite por chicuelinas y, aunque el toro no sacó mal son, en el segundo tercio acabaría protestando al segundo muletazo cambiado. El diestro madrileño cuajaría los momentos más intensos de su labor sobre el lado diestro. Eso sí, torero y toro compartieron cierta brusquedad en una labor en la que hubo más épica que lírica. El toro, muy duro, no merecía más aunque el impresentable espadazo -una vez más- es para hacérselo mirar. La oreja, para el gato.
El quinto, distraído, bruto y protestón, volvió a servir de evidencia del difícil momento que atraviesa el madrileño, brusquísimo en los toques y muy destemplado en el vuelo de los muletazos. No hay que darle demasiadas vueltas: anda muy lejos de sí mismo.
El caso es que a priori ya se comentaba que si había alguno que no podía fallar era Perera.
El extremeño se templó en lances a pies juntos con un tercero de irreprochable presentación que se quedó crudo en el caballo. Con aire mansurrón, se vino de largo en algunas arrancadas pero echaba el freno en los embroques. El temple y la firmeza de Perera cambiaron la decoración para alumbrar el toreo mejor hecho de una tarde que se seguía resistiendo a romper. Pero el arrimón y los ochos finales, con los pies en una loseta, marcaron otras distancias. Aún hubo un puñado de manoletinas ceñidísimas y dos muletazos desgarrados que valieron toda la faena. La espada no cayó bien pero, eso sí, fue fulminante.
El general de la campaña volvió a mostrar sus armas ante un serio sexto con el que se ciñó en un angustioso quite por chicuelinas que le pudo costar caro. La faena, de irreprochable planteamiento, estuvo basada en muletazos largos y templados aunque al toro, una vez más, le fallaron las fuerzas antes de buscar las tablas. Ahí se acabó el asunto. El presidente, para colmo, se empeñó en aguarle la fiesta y le negó el trofeo que se había ganado. Perera se enfadó. Con razón.
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