¡Es la economía, imbéciles! Es eso lo que le importa al pueblo
Sí, es cierto: todavía puede dar nuestro pueblo ciertos coletazos de orgullo nacional, todavía puede conocer ciertos ramalazos de fervor patriótico: así sucedió, por ejemplo, en octubre de 2017, cuando parecía que Cataluña se desgajaba definitivamente. También en el bar, o en el taxi, o en la comida familiar con el cuñado puede nuestra gente poner en la picota los delirios de la ideología de género y de la disolución antropológica que comporta. Y ya no digamos cómo se ataca en estos mismos ambientes populares la catastrófica, criminal gestión del gobierno que, en toda Europa, peor se ha enfrentado y sigue enfrentándose al Virus y a su muerte.
Todo ello lo criticarán, lo impugnarán, lo atacarán… Pero luego volverán a votar a los mismos: a quienes se arrodillan ante los separatistas; a quienes, junto con sus aliados, aplican los delirios de la ideología de género y disuelven las bases de la familia y la nación; a quienes llevan, en fin, sobre sus espaldas la responsabilidad por negligencia culpable en la muerte de 50.000 personas.
Es alucinante semejante contradicción; hasta parece patológica. Seamos claros: por supuesto que hay malestar entre la gente, ¡sólo faltaría!… Pero lo que no hay es ningún clamor popular. No hay el clamor que, si fuera un gobierno de derechas el responsable de semejante gestión y de semejante matanza, haría que ya se habría asaltado, o poco faltaría, la Moncloa. No hay clamor popular: hay las encuestas que dicen que la mayoría de la gente sigue apoyando las fuerzas culpables de todo ello.
¿Cómo es posible semejante ceguera colectiva, semejante estupidez por parte de nuestro pueblo?
Cojamos el toro por los cuernos. Olvidémonos del lenguaje politiqués, ese que se dedica a atribuir todas las derrotas a las argucias del enemigo. Preguntémonos cómo es posible semejante ceguera colectiva, semejante estupidez por parte de nuestro pueblo.
¿Es estúpido el pueblo?
Puede serlo, pero no necesariamente. Lo que es ante todo el pueblo es voluble, tornadizo, veleidoso… Capaz de lo peor y, a veces, de lo mejor, de lo más heroico incluso. “Dejado a sí mismo —dice mi amigo François Bousquet en la entrevista que publicábamos el otro día—, el pueblo es impotente”. De una impotencia —añado— que se convierte en estupidez cuando el pueblo es dejado en manos de las peores, de las más nefastas élites.
No tiene nombre lo que nuestras élites —no solitas, sino encarnando y promoviendo el espíritu del tiempo— han hecho con nuestro pueblo, el cual ha aceptado sus imposiciones, como mínimo calladamente, y cuando no había crisis ni restricciones económicas, hasta lleno de complacencia. No me refiero tan sólo a las élites de estos últimos y “democráticos” cuarenta años; pienso también en lo hecho —y con resultados totalmente opuestos a lo pretendido— en los otros “dictatoriales” cuarenta años.
Y el resultado ahí lo tenemos: una población para la que sólo importan tres cosas: el dinero, la distracción y algo un poquillo espiritual (llamémoslo así): la idea de igualdad. No la realización plena de la igualdad (parece haber quedado ya claro que la cosa no es posible…), pero sí al menos un orientarse hacia el “tos somos o deberíamos ser iguales, ¡puñetas!”. Un conseguir, en todo caso, que así se les diga… y que el personal se lo crea.
Quienes lo dicen y repiten sin parar son los progres. Lo dicen y repiten tanto, hasta la saciedad, que el infundio ha calado. ¡Y cómo! Ha calado como calan los engaños ideológicos: marcados a fuego en la piel y en la mente. Da igual que el socialismo haya engendrado en todas partes la mayor tiranía y la mayor desigualdad de toda la Historia. Da igual que quienes ya no se atreven a reivindicar abiertamente su pasado se hayan puesto descaradamente al lado de la oligarquía mundialista. Da igual que junto con los Soros, Bill Gates y compañía se empeñen en destruir pueblos, naciones, identidades y sexos. Da igual: siguen apareciendo en el imaginario colectivo como los defensores del pueblo (ahora llamado “la gente”), como los abanderados de los de abajo, como los promotores del progreso y el bienestar para todos. Y para todas, añaden ahora.
Démosles, pues, progreso, bienestar. E igualdad
Pero démoselos de verdad y en la medida en que sea posible darlos. No en la forma de las mentirijillas insolentes con las que hasta ahora progres y capitalistas los han dado.
Démoselos... Pero ¿quiénes? No, desde luego, las viejas fuerzas de derechas, que no hacen sino reproducir —con el inconveniente de que la gente siempre preferirá el original a la copia— lo esencial del discurso progresista, buenista e igualitarista de la izquierda.
Démoselos las fuerzas de la derecha identitaria, patriótica. Esa que acaba de salir a la palestra —en algunos países lleva más tiempo, es cierto— y que aún está tanteándose el cuerpo y buscando sus señas de identidad.
Démoselos... ¿quiénes? ¿Vox? Sí, claro, ¿quién, si no?
Es lo que Vox ya está haciendo —dirán sus dirigentes, si acaso alguno, aunque lo dudo, llegara a interesarse por estas líneas. Lo está haciendo a través en particular de su flamante sindicato Solidaridad. Ojalá sea así. Pero no me queda claro. Y me temo sobre todo que no quede claro a ojos de la gente. Me temo que Solidaridad sea tomado como una maniobra destinada a hacer bonito, a colar una política antipopular, xenófoba, racista, fascista. Etcétera. Lo de siempre, ya sabemos.
En lo poco que hasta ahora ha dicho el sindicato de Vox me falta, además, pugnacidad, rabia, denuncia de las injusticias manifiestas. Me falta una palabra en particular: lucha por la justicia social.
Ojalá sea Solidaridad el primer paso dado por Vox en la senda de una política auténtica, profundamente popular
Ojalá me equivoque. Ojalá sea Solidaridad el primer paso dado por Vox en la senda de una política auténtica, profundamente popular: la única que le puede abrir el corazón de las clases precisamente populares. Y sin ellas, sin su apoyo masivo, nada se puede lograr ni nada se logrará jamás.
¿Se trata de defender la Belleza o de abogar por la prosperidad y la igualdad?
Quienes me conocen, quienes hayan leído en particular mi último artículo publicado en estas páginas, tal vez se queden extrañados con todo lo dicho hasta ahora. Vamos a ver, señor Portella, se dirán, ¿en qué quedamos? Lleva usted toda la vida defendiendo la belleza, combatiendo la fealdad, el materialismo y la vulgaridad de nuestro tiempo, ¿y ahora pretende que nos pongamos a abogar por el bienestar material y la disminución de la desigualdad? ¿Tantos alardes hay que hacer para seducir a las masas? ¿Para… embaucarlas quizás?
No se trata de embaucar a nadie. Se trata, para ser muy precisos, de todo lo contrario. Contrariamente al gran señuelo progre —la prosperidad y la igualdad… abanderada por multimillonarios y plutócratas—, aquí se trata de ofrecer y de luchar por una prosperidad y por una igualdad posibles y reales. Es decir, por una igualdad que constituye la negación misma del señuelo igualitarista. Por una igualdad realizada en el único espacio en el que es posible y tiene sentido: al comienzo de la existencia, en el punto de partida. Por una igualdad concretada, dicho de otro modo, en la máxima igualdad —e igualdad real— de oportunidades para todos, a sabiendas, sin embargo, de que no siendo todos iguales ni teniendo por qué serlo, la desigualdad seguirá presente en el punto de llegada.
Un bienestar y una prosperidad que no significan en absoluto ni que el espíritu se deba supeditar a la materia, ni lo sublime y lo bello a lo útil y pedestre. Si supeditación tiene que haber, ha de ser siempre la de lo segundo a lo primero. Pero ni siquiera. Ni siquiera tiene por qué haber supeditación entre los dos órdenes constitutivos de lo real. Lo que puede y tiene que haber es conjunción. Tensa, contradictoria —“como el arco y la lira”, diría Heráclito—, conflictiva a veces; pero conjunción.
Pero de todas estas cuestiones —empieza ya este artículo a excederse en demasía— hablaremos como se debe en próximas entregas.
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