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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

sábado, 7 de agosto de 2021

Yo no estuve allí / por Sertorio

«Un tipo con un sombrero blanco que parece salido de una película de Cantinflas»

Debemos recordar a los dirigentes americanos algo muy elemental: YO NO ESTUVE ALLÍ. Los españoles actuales no somos los descendientes de Cortés ni de Pizarro (lo cual no es un elogio, pero nos describe a la perfección), sino de los que se quedaron aquí.

Yo no estuve allí

Sertorio
El Manifiesto / 06 de agosto de 2021
Parece que el deporte nacional de los pueblos americanos es renegar de España. Para ganar unas elecciones en ciertos estados basta con ponerse un poncho, una chompa o un sombrero descomunal; en otros hay que tener una presencia más tecnocrática y europea. Y hay países en los que el candidato se presenta de chándal o de guerrera verde oliva y las elecciones no son un problema que inquiete a los mandatarios. Pero en todas esas repúblicas, sin duda, el candidato dedicará una buena parte de su retórica a ciscarse en nosotros, los gachupines, godos o gallegos. Aunque el país esté en la ruina, aunque el señor presidente haya robado a manos llenas, aunque otras potencias manipulen y dirijan a la nación, la culpa de todo la tenemos nosotros, que llevamos doscientos años sin pintar nada en ese continente. No es un fenómeno que nos sorprenda mucho: en nuestro propio país las regiones más privilegiadas también se quejan de una opresión española que les ha enriquecido más a ellos que a sus dominadores, lo nunca visto en la historia. Y todo esto es aún más estrambótico cuando varios tribunos indigenistas, como el presidente mexicano López Obrador, son hombres blancos, ricos, de innegable linaje europeo y ostentan apellidos de estirpe claramente española.

Recordemos que el Cura Hidalgo (Bergoglio no es nada nuevo) inició su revuelta al grito de ¡Mueran los gachupines! No otra cosa decretó Bolívar con su guerra a muerte a españoles y canarios. El odio a nuestra nación, o a lo que va quedando de ella, está en el origen de las independencias americanas y es el mito fundador de sus nacionalidades. Los libertadores solían ser criollos de sangre española y casta hidalga, pero no les dolían prendas a la hora de maldecir a su propia raza. En el siglo XX, con el indigenismo, la hispanofobia, alentada por las universidades norteamericanas y el poder yanqui, se convirtió en dogma de fe en la propia España, que no deja de ser uno de los raquíticos estados sucesores que se originaron con la ruina del imperio español. Y es entre nosotros donde la Leyenda Negra y la abominación de nuestro pasado nacional cuentan con tantos valedores como en Harvard, en Yale, en Perú o en México.

Hace más de doscientos años de todo esto y seguimos siendo el chivo expiatorio, la gran excusa para los infinitos proyectos fracasados de la América exhispana. No es algo que en principio nos tenga que molestar mucho, porque nos hallamos a miles de kilómetros de sus costas y el español medio no sabría ni colocar esas repúblicas en un mapa, 

pero siempre es un incordio ver cómo un analfabeto envuelto en un zarape nos pone como no digan dueñas después de dos siglos de nulo dominio y escasa presencia. 

Quizá todos esos atahualpas, guatemocines y caupolicanes deberían fijarse más en su vecino del norte y menos en esta carcasa a punto de descomponerse que todavía se llama España. Pero, claro, la inerme, emputecida y menopáusica madre patria puede ser desafiada, insultada y pisoteada con total impunidad. Hasta lo agradece. Un tipo con un sombrero blanco, que parece salido de una película de Cantinflas, ofende gravemente al rey (que para eso está, para recibir los desplantes de todo tipo de caciques sin torcer el gesto) y aquí le reímos la gracia y hacemos chistes. Hasta se llevará un buen crédito de este Gobierno insolvente, especialista en engordar a los enemigos de la nación.

Desde luego, es inútil luchar contra la hispanofobia cuando ésta tiene tan poderosos padrinos entre las élites criollas y los imperialistas yanquis. Pero sería necesario indicar a los americanos que lo único que, desde San Francisco al Cabo de Hornos y desde la isla de Pascua hasta Buenos Aires les une, es la herencia española: su lengua, su religión, su cultura. Si alguna vez alguien quiere unificar lo que parece fragmentado de manera irreversible, tendrá que fijarse en la civilización virreinal (por cierto, absolutamente ignorada por el gran público español), mucho más importante y decisiva que la Conquista, y en el legado artístico y político que dejaron los trescientos años de presencia española allí. Porque los españoles no fueron a América a rapiñar: levantaron ciudades, crearon riqueza, formaron familias, comerciaron, navegaron, construyeron. Pero es empresa estéril recordarlo. Hace ya mucho tiempo que la carga del hombre blanco reposa sobre los hombros de España y nos hemos acostumbrado a vivir con esa tara.

El particularismo indigenista

El particularismo indigenista acentúa la división interna y rompe los lazos comunes de América, porque mayas, quechuas, aimaras, guaraníes, mapuches y demás pueblos indios crearán inevitablemente hechos nacionales propios y separatismos que debilitarán aún más a las repúblicas americanas. Pero eso no es asunto nuestro. Recordemos, sin embargo, que el indigenismo entre los europeos nativos se consideraría algo muy racista, mientras que en América se pueden permitir el lujo de exhibirlo y fomentarlo. Tendrán que ser los propios americanos los que se pregunten a dónde les va a llevar la resurrección de los cacicatos tribales y qué será de sus naciones si admiten ese principio disgregador importado de Norteamérica.

También debemos recordar a los dirigentes americanos algo muy elemental: Yo no estuve allí. Los españoles actuales no somos los descendientes de Cortés ni de Pizarro (lo cual no es un elogio, pero nos describe a la perfección), sino de los que se quedaron aquí, en su inmensa mayoría campesinos muertos de hambre y oprimidos de verdad por una nobleza terrateniente que fue sustituida, para peor, por los especuladores liberales de la Desamortización, el último fenómeno común entre España y las recién independizadas repúblicas de su difunto imperio. Ellos y no nosotros son los descendientes de los conquistadores. Es consigo mismos con quien México, Perú y demás quejumbrosas repúblicas deben ajustar cuentas, no con una España que no tiene nada que ver con sus cuitas y en la que proyectan sus traumas y complejos.

Peruanos se manifiestan contra el indigenismo exhibiendo
la Cruz de Borgoña, enseña del Imperio español

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