Confieso que, en mi cabeza siempre pululó la idea por hacer el toreo de arte, dependía muchas veces de los novillos, pero, en realidad, si soy sincero, nunca me consideré un gladiador en la profesión en lo poco que pude llegar. El arte, insisto, era mi meta, mi razón de ser y por ello luchaba con denuedo. Y no es que no tuviera valor que, tenía sl suficiente como para arriesgar mi vida frente a un toro. Si no recuerdo mal, sumé alrededor de cuarenta festejos sin picadores y, como digo, me quiero centrar en lo que era mi segunda tarde con los montados. Por cierto, muchas de aquellas novilladas económicas que antes se decía, en algunas ocasiones eran auténticos toros como lo pueden certificar todos aquellos diestros que, como yo, han toreado en el llamado Valle del Terror, nunca un nombre tan real como auténtico.
Me sentía preparado para acometer retos más importantes, de ahí el debut con los utreros, algo que tanto me ilusionaba porque en mi primera actuación digamos en plan “serio” corté tres orejas, salí en hombros y me sentí más importante que la máxima figura del torero de aquellos momentos. Utilizo el vocablo del toro serio y, como se presagia y antes he contado, en las novilladas sin picadores tuve que matar auténticos toros, en realidad, lo más serio del mundo. Cierto y verdad que, en el toreo todo es muy serio porque un hombre se está jugando la vida, no cabe, por tanto, más seriedad en un espectáculo; una vida que, muchos han perdido y que yo me escapé aquella fatídica tarde porque Dios estaba “veraneando” en San Sebastián y me curaron en el hospital donostiarra.
El festejo del que hablo tuvo lugar en un pueblo norteño y, mi primer enemigo me dio una paliza tremenda; no recuerdo las veces que el toro me lanzó por los aires pero, eran tanto mi orgullo que acudía a la cara del toro como si nada hubiera pasado que, en realidad, tras aquel palizón, cualquiera se hubiera justificado marchándose a la enfermería para ser atendido por los doctores; me dolían hasta las pestañas, pero mi orgullo de torero y la responsabilidad que ello conlleva, hicieron el milagro de que permaneciera en el ruedo; primero por propia dignidad y, acto seguido por no dejarles un toro a los compañeros que, bastante tenían con lo que les había tocado en suerte.
Maltrecho como estaba, recibí a mi segundo enemigo al que le enjareté un ramillete de verónicas que todavía las recuerdo como si las hubiese dado ayer. El animal, como se entiende, era mucho más noble que el anterior que me había dejado para el “arrastre”. Muy pronto adiviné la calidad del novillo y, tras unos doblones torerísimos para empezar la faena, me eché la muleta en la mano izquierda y allí brotaron tres series de naturales que, todavía la gente me está aplaudiendo. Ya, con la derecha le endilgué pases de todas las marcas, todo ello con el regocijo de los aficionados que aplaudían a rabiar. Digamos que llevé a cabo una faena muy estructurada, llena de matices, con retazos de arte que, como decía, eran mi razón de ser. Es cierto que, mis compañeros no pudieron con la fiereza de los novillos; yo mismo fui víctima, como conté, del calvario que pasé en mi primer oponente. El toro de la tarde cayó en mis manos y, lo juro, me veía con las orejas en la mano; era todo cuestión de recetarle una estocada en todo lo alto. Para mi desdicha, pinché en el primer encuentro. Enrabietado como estaba, me tiré a matar o morir, aquel triunfo no podía, no debía de escapárseme. Me volque sobre el morrillo, le hinqué todo el estoque y, aquel instante sentí como el pitón del toro atravesaba mi muslo con una cornada que, ya en el hospital, los doctores la calificaron como gravísima.
Era lógico el diagnóstico que certificaba la gravedad, puesto la safena y femoral quedaron destrozadas. Yo maté al toro, pero él se vengó de mi persona hincándome el pitón desde un poco más arriba de la rodilla hasta la ingle; en aquellos momentos sentí que me había matado. Ya en la unidad móvil sin apenas consciencia escuché que los medios decían, “se nos va, se nos va”. Entré en un estado de paz y bienestar muy difícil de explicar; yo diría que es lo más parecido a la muerte.
Como me contaron, más de ocho horas de intervención para recomponer aquel cornalón que, como me contaron, era el calco de lo que le había sucedido a Paquirri unos años antes en Pozoblanco en que el diestro de Barbate perdió la vida. Al despertar al día siguiente de la intervención, de nuevo sentí paz puesto que en aquellos momentos apenas tenía dolor; pero sí una sensación se sosiego que nada tenía que ver con este mundo. ¿Dónde estoy? Me preguntaba en mi inconsciencia. Al día siguiente ya me percaté de la situación porque los médicos me explicaron cómo había sido la cornada y las consecuencias que todavía podían quedar de la misma porque, los médicos, todavía no sabían como reaccionaria mi cuerpo y, la posibilidad de amputar la pierna se cernía sobre ellos para desdicha de mi pobre ser que, maltrecho y dolorido no podía comprender aquel fatídico percance.
Treinta días estuve en el nosocomio en el que, tras la primera y complicadísima intervención, todavía tuvieron que abrirme la herida dos veces más. Un horror que, pasados muchos años al cerrar los ojos todavía compruebo el drama al que fui sometido pero que, a Dios gracias me salvé. Es cierto que, la pericia de aquellos doctores salvó al hombre, pero allí, en el hospital de San Sebastián murió el torero para siempre. Las secuelas que me dejó la cornada me impidieron retomar mi actividad porque mi pierna no podía sostenerme; cinco lustros después, todavía acuso la falta de fuerzas.
Esta es la razón por la que quiero que mis letras sean un homenaje hacia todos aquellos que pasaron un trance como el mío; y todavía mucho más para todos los que, con peor fortuna entregaron su alma a Dios por culpa de la cornada recibida, no hace falta dar nombres, están en la mente de todos. Eso sí, el toreo, los toreros, en activo o retirados como es mi caso, nunca le agradeceremos bastante a Paquirri, el que entregara su alma a Dios en aquel pueblo de Córdoba porque, gracias a él, desde aquel instante se instalaron las unidades móviles en todos los pueblos para, ante una eventualidad como la mía, poder trasladar al herido con garantías de salvarle la vida. Por todo ello, por haber sido torero y por haber estado tan cerca de la muerte, esa es la razón de valorar tanto a todos los hombres que se juegan la vida frente a un toro porque, sin lugar a duda, todos, sin distinción se juegan lo único importante que tenemos los seres humanos, la vida.
Esta historia me la contó el protagonista que sufrió en sus carnes el drama citado, razón por la que me uno al homenaje que el diestro en cuestión quiere hacer a todos sus compañeros de profesión.
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