Cuando el Congreso declaró que la Tauromaquia era Cultura todos nos pusimos a celebrarlo, y una voz como la mía que tiene su eco sordo de solemnidad, protestó porque aquello era una trampa para cazar mamuts. Por mucho que aquel acuerdo se viese plasmado en una ley que certificaba que el toreo y cuanto le rodea había de ser considerado como Patrimonio Cultural Inmaterial, y aunque resulta innegable por su importancia, que esto haya servido para ganar algunos pleitos, el dardo traía veneno puro si le dábamos la vuelta al silogismo por reducción al absurdo: ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué si el Congreso hubiera dicho que los toros nos son cultura, entonces los toros no serían cultura?
Y mucho peor, porque siempre estaría abierto el procedimiento para que ese mismo Congreso tuviese el albedrío de expedir que los toros no son cultura, o que son cualquier patraña declarada en una ley que la desarrolle.
Cuando el que hoy escribe por aquí, intentó dar su opinión por allá, le cayeron palos por ser un aguafiestas en medio de aquel jolgorio general. Sin embargo, y pese a los disgustos de entonces, los toros son cultura aunque lo afirmasen o lo nieguen los nefastos políticos, quienes a la hora de la verdad demuestran su incapacidad cuando tienen que resolver problemas verdaderamente serios. Nos muestran cada día su ineptitud ante los problemas vitales, porque es más sencillo vapulear a la afición de mis amores que gestionar una pandemia que va a costar trescientos mil muertos en pocos años.
El Senado puede decir misa y nada de lo que proclame podrá cambiar que los toros son cultura, aunque el Congreso tampoco hubiera dicho ni media palabra al respecto. La Tauromaquia constituye una seña de identidad cultural propia de España, aunque el Senado diga que no; las personas que dedican sus actividades profesionales, económicas y artísticas a los toros, tienen reconocidos sus derechos fundamentales y libertades públicas para hacerlo, aunque los senadores hubieran acordado que no; y los aficionados estamos en nuestro derecho de asistir a los festejos, participar como prácticos si nos apetece y relacionarnos con la Tauromaquia como mejor nos parezca, aunque en la cámara inútil sostengan lo que sea, como sucede en el Congreso, donde cada vez se dirá una cosa según el color con el que se miren, sin que los toros merezcan que los políticos metan sus manazas en ellos.
El problema viene serio de verdad cuando lo que falla es el imperio de la ley, cuando la Fiscalía General del Estado está sometida al Poder Ejecutivo, cuando el Poder Legislativo queda anulado por la maniobra del Estado de Alarma, y cuando se observa además que todo ello lo van encajando perfectamente dentro de la Constitución.
Nuestra Carta Magna, en la que siempre habíamos confiado con la fe del que se agarra a un clavo ardiendo, está siendo transformada por el método de los hechos consumados, sin que nada ni nadie podamos hacer nada por impedirlo.
Pero mientras en la Constitución estén consagradas las libertades públicas de cada individuo, así como los derechos fundamentales del ejercicio artístico y las actividades profesionales, el Senado puede decir misa. Y el Congreso también, porque ya la está preparando. Y será misa cantada.
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